Hace casi veinte años dediqué unas palabras a las bodas reales y a alguna de sus implicaciones mediáticas.
Como siempre en estos casos partí de Umberto Eco, por quien me dejaba conducir con su mano maestra…
Veamos.
Eco partía de la televisión.
La pequeña pantalla, decía, no se parece a la original, a aquella que esperaba transmitir las noticias del mundo, la que mostraba lo que sucedía con la inocencia del registro y con el empeño del reporterismo.
Para aquellas fechas, las cámaras ya casi no captaban acontecimientos, sino que los producían o los inducían.
Probablemente, Eco exageraba, pero extremaba el diagnóstico para subrayar la peculiaridad del medio.
No es que la pequeña pantalla inventara el acontecimiento en sí, es que el simple hecho de saber que el suceso iba a ser retransmitido influía de manera determinante en su preparación, en su puesta en escena.
Para diferenciar la neo de la paleotelevisión, el semiótico italiano ponía dos ejemplos.
Ponía, sí, dos acontecimientos que aparentemente eran de la misma naturaleza, pero que, vistos de cerca, revelaban grandes diferencias.
Se refería a dos bodas reales, a la de Grace Kelly con Rainiero y a la del Príncipe Charles con Lady Di.
En principio, ambos esponsales se prestaban a semejantes interpretaciones.
La circunstancia político-diplomática, el ritual religioso, la liturgia militar y, en fin, la bella historia de amor que elevaba a una plebeya o a una aristócrata hasta la cima de la realeza.
Bien mirado, sin embargo, había enormes diferencias.
Además de las desiguales dimensiones de ambos reinos, en realidad la boda monegasca no había sido concebida para la televisión.
Había sido filmada, sí, pero la televisión estaba en sus inicios y los contrayentes no consideraron la posibilidad de organizar los hechos para su representación catódica.
En cambio, con la Royal Wedding, las cosas anduvieron de modo distinto.
Del ceremonial, por ejemplo, quedaron excluidos los colores rotundos, pues los modistos y las revistas habían sugerido un cromatismo pastel.
Con el cromatismo pastel, todo tendría no sólo un aire de primavera, sino un aire de primavera televisiva.
El vestido de la novia provocó numerosos quebraderos de cabeza a su prometido.
Tampoco estaba diseñado para ser visto de frente, ni de perfil, ni desde detrás, sino desde lo más alto, como en efecto se vio en un encuadre final.
Pero lo mejor de todo, la ocurrencia verdaderamente ingeniosa o, más que ocurrencia, la decisión más meditada fue la del estiércol de los caballos.
Desde antiguo, el Londres de la realeza ha sido una ciudad inundada de caca.
En efecto, la reina se mueve siempre en un mar de estiércol real, hediondo, añadía Umberto Eco. Se refería al que dejan las bestias cuando se alivian.
Pues bien, quien vio aquella boda de mucho ringorrango pudo observar que el excremento equino no era ni oscuro ni desigual.
Aparecía, como los vestidos de las damas, siempre de un tono también pastel, «entre el beige y el amarillo, muy luminoso, para no llamar demasiado la atención», sugería.
“Después he leído», concluía Eco, «que los caballos reales habían sido alimentados durante una semana con píldoras especiales, para que el estiércol tuviera un color telegénico».
A esa modificación de las condiciones de la caca los expertos la llaman alteración de las propiedades organolépticas.
Efectivamente, nada debía dejarse al azar.
Desde entonces, desde la Royal Wedding, y sabiendo cómo acabaron los Príncipes de Gales, el casamiento de la realeza aún se prevé con mayor estudio y dedicación.
Y todo, lo que se ve y lo que no se ve, lo que precede y sigue a la boda, es objeto de un cuidado y de una minucia extremos.
La institución monárquica se la juega y con ella el porvenir de un país entero. De ahí los ritos y los mejores encuadres.
No es, pues, una frivolidad de la prensa cardíaca atender a estas cosas: es que en ello les va la vida por mucho desinterés que Carlos III me provoque.
En cualquier caso, también en esta ocasión me fijaré en las heces reales. Mejor dicho, en las cacas de las bestias. Y, de paso, en la Corona.

Emma Corrin and Josh O’Connor playing Princess Diana and Prince Charles. Des Willie/Netflix & Tim Graham Photo Library via Getty Images