1. Estamos en 2007… En la última novela que he leído de Paul Auster, Viajes por el Scriptorium (2006), alguien, un anciano doblegado por la edad y por un mal inespecífico, padece una amnesia muy dolorosa.
No recuerda, efectivamente, qué fue de su vida, cuál fue su pasado. Se enfrenta al mundo escueto que le rodea (la habitación en la que parece que está encerrado) con miedo y con desconcierto.
En qué circunstancia está, qué será de su porvenir, qué hay del mundo circundante.
El habitáculo en el que se halla está equipado con unos pocos muebles y enseres. Entre otras cosas, una cama, una mesilla, un sillón giratorio y un escritorio.
Está solo y desconoce por qué se encuentra allí. El vaciado de su memoria es total o, mejor, casi total: aún sabe y puede leer. Y eso es lo sorprendente.
“En la habitación hay una serie de objetos, y cada uno de ellos lleva pegado un trozo de cinta blanca, con una sola palabra escrita en mayúscula. En la mesilla de noche, por ejemplo, la palabra es MESILLA. En la lámpara, la etiqueta dice LÁMPARA. Incluso en la pared, que estrictamente hablando no es un objeto, hay un trozo de cinta adhesiva donde se lee PARED”.
La inocencia de esos rótulos produce pánico, la verdad. Imagínense en una circunstancia así. Solos, amnésicos y valiéndose únicamente de la lectura.
Como este anciano al que los narradores llaman Míster Blank. ¿Leer? No sabemos…
“Puede que se le haya olvidado leer pero sepa reconocer las cosas y llamarlas por su nombre o, a la inversa, que haya perdido la capacidad de distinguirlas pero que aún sepa leer”.
Etcétera, etcétera.
No es la primera vez que una circunstancia así se da en las novelas.
De todos los casos posibles, el que recuerdo (recuerdo, qué paradoja) con mayor emoción es el que se daba en Cien años de soledad (1967).
Vamos a prepararnos, vamos a releer esta novela, que en 2007 se cumplen cuarenta años de su publicación.
En un momento dado, en aquella casa de los Buendía que tantas veces frecuentamos, los moradores empiezan a padecer el mal de la amnesia.
Acaba de llegar Rebeca, la nueva habitante, y con ella ha llegado la enfermedad del insomnio. Pero ese padecimiento en sí no era lo peor.
“Lo más temible”, leemos en la novela de Gabriel García Márquez, “no era la imposibilidad de dormir, pues el cuerpo no sentía cansancio alguno, sino su inexorable evolución hacia una manifestación más crítica: el olvido.
Quería decir que cuando el enfermo se acostumbraba a su estado de vigilia, empezaba a borrarse de su memoria los recuerdo de la infancia, luego el nombre y la noción de las cosas, y por último la identidad de las personas y aun la conciencia del propio ser, hasta hundirse en una especie de idiotez sin pasado”.
Esa idiotez sin pasado es la que padece Míster Blank, en la novela de Paul Auster, y es la patología que comienza a sufrir José Arcadio en Cien años de soledad.
Fue Aureliano Buendía “quien concibió la fórmula que había defenderlos durante varios meses de las evasiones de la memoria”.
Consistía en marcar con sus respectivos nombres las cosas de su laboratorio (¿recuerdan el laboratorio de Aureliano?).
«De modo que le bastaba con leer la inscripción para identificarlas”. El propio José Arcadio “lo puso en práctica en toda la casa y más tarde lo impuso a todo el pueblo”. Ya saben: Macondo.
“Con un hisopo entintado marcó cada cosa con su nombre: mesa silla, reloj, puerta, pared, cama, cacerola”.
Exactamente como harán con la habitación de Míster Blank. ¿Una solución contra la amnesia?
“Poco a poco, estudiando las infinitas posibilidades del olvido, se dio cuenta de que podía llegar un día en que se reconocieran las cosas por sus inscripciones, pero no se recordara su utilidad”.
Una tragedia posible.
“Entonces fue más explícito. El letrero que colgó en la cerviz de la vaca era una muestra ejemplar de la forma en que los habitantes de Macondo estaban dispuestos a luchar contra el olvido: Esta es la vaca, hay que ordeñarla todas las mañana para que produzca leche y a la leche hay que hervirla para mezclarla con el café y hacer café con leche”.
Etcétera, etcétera.
Regreso a Paul Auster y la “realidad escurridiza, momentáneamente capturada por las palabras”, es un dato de mi propia vida.
La historia de los Buendía cambió a Auster y me cambió la vida a los quince años.
El olvido que trata de ser conjurado con rótulos es, desde hace décadas, empeño de mi padre.
Él no tiene la edad de los centenarios Buendía ni tampoco se parece al protagonista de Viajes por el Scriptorium, pero –como ellos— tiene la realidad rotulada para sobrevivir a la amnesia de la decrepitud.
Ya lo dije alguna vez: pone papelitos aquí y allá para saber lo que debe hacer. No tanto lo que hizo, sino lo que mi señora madre y él deben hacer.
He estado unos días ausente, en el hospital atendiéndola a ella, desatendiendo el blog.
Y mientras allí me quedaba recordaba la primera obra publicada por Auster: La invención de la soledad.
Es curiosa la coincidencia: en dicho libro, el novelista norteamericano rememoraba a su padre, frágil y arisco.
Esta misma tarde, cuando regresaba del hospital, a mis padres los veía frágiles y aún sonrientes, como personajes de novela.
Que duren…
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2. Hemeroteca
Entrevista de Eduardo Lago a Paul Auster
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3. Escurriduras
Vuelvo a lo mismo. Elogio del padre.

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