Siempre es tiempo de regresar a esta judía, a esta alemana, a esta norteamericana, a esta filósofa, que nos dignifica, que nos mejora.
Concedió toda la importancia al individuo, a cada uno de los individuos que con arrojo y escaso acierto nos empeñamos en vivir.
Criticó todo pragmatismo que desatienda el significado y los efectos de la acción humana.
Subrayó la finitud, la escasez y la precariedad humanas como lo que nos es propio y constitutivo. Por eso no recayó en la melancolía de la omnipotencia perdida.
Son numerosos los filósofos que se ensoberbecen, bien pagados por o de sus cualidades, para acabar pensándose como titanes que creen dominar el mundo y sus secretos.
Hannah Arendt fue una mujer escasamente soberbia, vicio en el que solemos incurrir tantos varones.
Pero, frente a lo doméstico, defendió el espacio público como ámbito de la libertad, de la comunicación de las opiniones, un dominio que para ella era superior al familiar.
En la esfera de lo propio se da la pertenencia comunitaria, esos lazos primarios que me atan a los míos y de los que no podría desprenderme.
Lo familiar es el dominio de la necesidad, algo inferior frente a la esfera de la libertad, que es lo público.
Pero Arendt defendió también el espacio público frente al ámbito de lo estrictamente privado o frente a la sociedad civil, lugares de la economía y de la fabricación, de los intercambios, lugares del trabajo y de la técnica, de las reglas.
Ese espacio público es allá donde mejor se expresa la vida activa: la acción como meta de la excelencia humana…
La historia también fue para ella una disciplina a desacralizar y justo por eso se opuso a la falacia de las leyes que presuntamente la rigen y gobiernan.
¿Leyes? Esa confianza en la determinación fue un peaje que pagaron ciertos pensadores del Ochocientos, entre otros Comte y Marx. Si hay ciencia natural, ¿por qué no va a haber ciencia de lo social?
Arendt descreyó de esta certidumbre. Por eso, si no hay un determinismo del proceso que llega hasta nosotros, si somos un azar cuyas conexiones no son evidentes, entonces el presente es un empeño de la libertad.
Es un ámbito de la voluntad consciente frente a las fatalidades… y el futuro ya no es aquel momento predecible que las grandes teorías postulan.
Por eso, en fin, como los viejos y esforzados existencialistas, también Hannah Arendt defendió la existencia frente a toda ‘hipóstasis’ (el Estado, la comunidad, la religión, etcétera).
Es decir, Arendt resguardó la vida frente a los colectivismos que nos impiden respirar; frente a los totalitarismos, que por convertir al individuo en superfluo, practican el mal radical.
Los totalitarismos no decayeron con la ruina de las dictaduras: persisten en las actitudes, en las conductas y en ciertos hábitos de quienes no se toman en serio a sus congéneres y los juzgan simplemente prescindibles.
Tipos así no siempre son degenerados patológicos: es más frecuente que sean unos idiotas morales, gentes que se irresponsabilizan, que anulan su conciencia para de ese modo infligir el mal sin inquietarse.
No son ni siquiera trágicos: son más bien triviales, ciudadanos corrientes, quizá vecinos ejemplares, tal vez eficaces y modélicos en el cumplimiento de sus funciones… incluso letales, que ejecutan sin interrogarse.
Son, en fin, tipos que se hacen a sí mismos renunciando a su dimensión moral.
——
Retrato de Hannah Arendt hacia 1924. Autor desconocido.