[Fragmento de ‘Pasados ejemplares. Conversaciones con Justo Serna’, por Miguel Ángel Taroncher (2019)]
…Para mí, la visita al archivo, la primera visita al archivo en 1980, fue un momento de epifanía, uno de los momentos más grandes y mejores que tenido en mi tarea investigadora.
Tuve la impresión inequívoca (o equívoca) de ingresar en el pasado. El archivo no es sólo el recinto que alberga documentos escritos preferentemente. No es sólo el espacio que reúne vestigios pretéritos.
El archivo es el lugar en donde prácticamente puedes recrear vidas muertas, experiencias y vivencias que no te corresponden, que no son tuyas y que haces propias precisamente al leer esos vestigios, esos datos que figuran en expedientes, en carpetillas, en legajos.
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La primera vez que acudí a un archivo fue en 1980 y en aquel momento iba acompañado, como tantas veces después, por Anaclet Pons. Fuimos al archivo de la Real Sociedad Económica de Amigos del País de Valencia, institución entonces enclavada en un palacio sito en la plaza de Nules, de Valencia.
Era una casona del Setecientos, si no recuerdo mal. Lo que sí recuerdo son las tardes y tardes que pasamos consultando documentación y padeciendo un frío atroz: allí soplaba un inaudible viento helado que venía del siglo XVIII…
Aparte de los libros y documentación de la época leí, leímos, toda clase de expedientes, de legajos. Los consultábamos con voracidad y sorpresa. Teníamos la impresión de husmear y espiar algo privado: todo aquel material escrito que produjo gente ilustrada, individuos que se reunían en esa corporación, que se reunían en ese palacio.
Eran la información y el conocimiento con que ellos contaban entre el Setecientos y el Ochocientos: las referencias y las noticias locales, pero también las innovaciones y los hallazgos que les llegaban de Francia o de Inglaterra y que les servían, en este caso, para poder pensar en el progreso de las artes, en el progreso de la ciencia.
Era fascinante leer papeles viejos, papeles enmohecidos, pasando -ya digo- un frío propio del Setecientos en un palacio que era a la vez acogedor e inhóspito.
Estábamos sentados a la gran mesa del consejo, el lugar de reuniones de la Sociedad Económica y allí, en silencio, podíamos imaginarlos, podíamos representárnoslos y podíamos creernos desplazados propiamente a los siglos XVIII y XIX.
En aquellas tardes largas del invierno de 1980 y 1981, con ese frío atroz, nos castañeteaban los dientes y se nos paralizaban las manos, al menos la que no usábamos.
Para evitar esa congelación física, que no emocional, escribíamos y escribíamos, copiábamos, reproducíamos, con la esperanza de restaurar nuestros cuerpos, nuestros huesos.
Y todo ello sucedía cuando estábamos acabando la carrera. Por un lado, estaban los estudios; por otro, ese disfrute, la consulta documental y la imaginación desbordada que nos llevaba al Ochocientos.
Esa penalidad y ese goce, esas experiencias de archivo, nos justificaban como historiadores en ciernes.
Insisto: estábamos acabando la carrera, concluyendo nuestra licenciatura, y creíamos haber descubierto una fisura, la grieta de ingreso en un mundo que habíamos perdido, ese espacio de los siglos XVIII y XIX.
Por supuesto, todo ello era una fantasía, pero una fantasía productiva y vívida para quienes, como nosotros, rastreábamos restos, huellas y éramos prácticamente imberbes.
En algún pasaje de su obra, Stephen Greenblatt lo dice bellamente y nosotros, Anaclet Pons y yo, así lo experimentábamos.
Lo primero, dice Greenblatt, es el deseo de hablar con los muertos, un deseo o un móvil habitual, no siempre confesado por los investigadores.
Nunca creímos que los muertos pudieran escucharnos, y sabíamos muy bien que no nos podían hablar o responder más que a través de sus papeles, pero estábamos seguros de que con la imaginación podíamos recrear una conversación con ellos.
Por mi parte, ni siquiera renuncié a este deseo o a esta fantasía cuando la realidad se impuso, que es cuando comprendes fatalmente que, por más que te esfuerces en escuchar…, lo único que alcanzarás a oír será tu propia voz.
Pero mi propia voz era y es la de los muertos, ya que han dejado huellas verbales en textos en los que podemos ver la transcripción de unas voces.
La mayoría de esas huellas tienen escasa resonancia, aunque todas ellas quizá puedan contener algún fragmento de vida perdida. Esa experiencia es, como antes señalaba, una epifanía.
Descubrir que puedes acceder a un mundo que no te pertenece, descubrir que puedes trabar una conversación, aunque sea figurada con los antepasados.
Ese descubrimiento te permite soportar largas horas de frío y tedio, tiempos muertos en donde nada se advierte, nada se descubre o nada se averigua. O por la irrelevancia de los documentos o por la incapacidad personal para saber leerlos…
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Pasado abierto. Revista del CEHis. Número 9. Mar del Plata. Enero-Junio 2019.
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http://fh.mdp.edu.ar/revistas/index.php/pasadoabierto/article/download/3551/3517
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Fotografía: Encarna García.
Acto de presentación en la Llibreria Ramon Llull de nuestro libro más reciente: ’microHistoria. Las narraciones de Carlo Ginzburg’ (2019).