Uno… La historia no se repite, así tal cual, pero sí que nos alecciona. Por analogía.
Aquello que sucedió no es lo que ahora ocurre pero, entre identidades y diferencias de circunstancia y de contexto, aprendemos.
El conocimiento del pasado sirve al menos para tomar nota, incluso buena nota de lo que por haber acaecido podría suceder de modo equivalente o próximo o parejo.
La historia puede, en efecto, familiarizarnos con hechos pasados. Son hechos que tienen semejanzas con aquello que ahora nos rodea.
Por eso mismo, dicha enseñanza puede servirnos de advertencia, de seria y fundada advertencia.
El pasado europeo del Novecientos, por ejemplo, nos muestra que el orden no está garantizado.
Nos muestra que la moral no está dada de una vez para siempre, que la sociedad puede quebrarse.
Nos muestra que la democracia es un régimen decente y falible que de improviso puede caer.

¿La tradición democrática y el legado ilustrado, reformista, liberal y socialdemócrata nos protegen enteramente de las amenazas que se ciernen?
Si ya ha ocurrido —nos decimos empeñosamente—, no dejaremos que vuelva a suceder. ¿No es cierto?
No, no está claro.
Hay, en nuestra propia tradición, un arraigo profundo de la tiranía, de la tentación tiránica.
Hay entre nosotros una abnegación esclava o, si se prefiere, una servidumbre voluntaria.
La rebeldía bien entendida empieza por uno mismo. Y ello pasa un esfuerzo personal.
Pasa por exigirse, por inmiscuirse, por formarse, por informarse, por verificar, por contrastar: por decir no.
Se ha afirmado muchas veces, ya lo sé, pero conviene repetirlo.
Hay que negarse.
Dos… No somos más listos que quienes nos precedieron.
No somos más sabios que nuestros antepasados, justamente aquellos que vieron cómo la democracia se derrumbaba.
Sólo gozamos de una ventaja frente a los antecesores: la de que nosotros sabemos de esa experiencia calamitosa y criminal. Nadie puede pretextar ignorancia histórica.
Algo podemos aprender examinando el pasado que ya no existe, pero del que nos llegan sus efectos y defectos.
En los años treinta del siglo XX, los partidos que rompieron el orden no eran omnipotentes.
Esos movimientos que desmontaron el Estado de Derecho, que corrigieron fronteras, que eliminaron a sus adversarios no eran omnipotentes. Insisto.
Al menos no lo eran desde el principio.
Esos fanáticos simplemente aprovecharon el despiste de las mayorías, la novedad del totalitarismo y un momento histórico de crisis para hacerles la vida imposible a sus rivales.
Para hacerles la vida imposible e incluso para proceder a exterminarlos.
No hay vida política decente sin un sistema multipartidista, sin respeto a las minorías, sin obediencia a las normas democráticas.
No hay vida decente sin Estado de Derecho, sin opinión pública bien formada e informada.
No hay nada de ello, si no contamos con esa persona y esa y esa y esa que dicen no…, porque se documentan y contrastan, porque exigen y se exigen.