Hoy, Día del Libro, quisiera recomendarles muchos, muchos volúmenes que me han hecho feliz en los últimos tiempos.
Quisiera detallarles esta, aquella y aquella otra obra que me han sido fieles. Pero digo esto y debo frenarme, contenerme.
Ya sé, ya sé: atribuirles vida o voluntad a los libros roza la cursilería. No me gusta el lirismo santurrón que algunos emplean para defender la lectura.
Me refiero a esa cosa de que leer nos hace mejores, etcétera. No es cierto, no es literalmente cierto, no es enteramente cierto.
Es más: hay mucha literatura puramente alimenticia, de baratillo; hay mucha literatura del montón, de batalla. De entrada, esos libros no nos mejoran necesariamente.
Antes al contrario, podemos concluir que si los frecuentamos en demasía, si no tenemos criterios firmes que nos permitan distinguir lo bueno de lo malo, lo original de lo reiterado, entonces leer nos vuelve más catetos o más cursis.
Pero, dicho esto, debo corregirme nuevamente. Los libros malos y hasta malísimos pueden ser muy nutritivos e incluso edificantes.
Todo es cuestión de saber cómo leerlos, cómo destriparlos. De los malos ejemplos también se aprende.
Me explico.
Para mejorarnos no sólo tratamos con los santos. De cuando en cuando conviene visitar a los individuos corrientes, decepcionantes, para saber cómo somos en realidad. Es más, de cuando en cuando conviene frecuentar al diablo, que es quien está en los detalles.
La vulgaridad y la maldad, administradas en dosis exactas, nos ayudan a perdonarnos, a tolerarnos: cada uno de nosotros es también decepcionante.
Yo aún me sorprendo. Yo aún aprendo. Me moriré algún día y ese día mis próximos me verán incurriendo en deslices, errores, vicios o perversidades. Espero que no se escandalicen.
Por eso, para hablar de libros, lo mejor es transmitir el contento que nos procuran, indicar por qué nos divertimos leyéndolos. Es una cuestión de paladares y de situaciones.
En ocasiones nos ponemos excelentes (o eso creemos) y a veces nos ponemos chabacanos (bien que lo sabemos). Nos dejamos llevar, pues.
Para compensar, recomendaría leer el libro que nos contraríe, que nos aparte de la pereza, que nos obligue a salir de nosotros mismos. Nos tenemos muy vistos. Pues ya está: elijamos algo que nos remueva.
En estos tiempos de cuarentenas, cabañas y sedentarismo, en estos tiempos mohínos a que nos abandonamos, yo les recomiendo un libro eficaz, acelerado y jovial.
Nos quitará los miedos y nos apartará de las excesivas blanduras, de la molicie y de la queja.
Su protagonista marcha a toda pastilla, proponiéndose algo insólito: recorrer al mundo en bici y, pronto, en motocicleta. Lo publica Barlin Libros, que con mano firme dirige Alberto Haller.
Se titula Pasaporte Nansen. La vuelta al mundo en motocicleta.
Su autor es Ivan Sobolev, un ruso blanco que pierde patria, bienes y raíces tras la guerra civil desatada en su país. Imaginen: triunfa la Revolución, se enfrenta a los bolcheviques y es derrotado.
Lejos de recrearse en la nostalgia de lo efectivamente perdido o lejos de abandonarse a la melancolía más tóxica, Sobolev se propone rehacerse conociendo mundo, el mundo.
Se dará una vuelta por ahí fuera, por Oriente y Occidente, marchando —eso sí— con mucho ánimo, no con animosidad.
Llevará un cuaderno de campo, una libreta en donde anotar lo que ve y no conoce, lo que le sorprende y no sabe cómo llamarlo, lo que le contraría o lo que le agrada.
Tiempo después, ya en los años treinta del siglo XX, escribirá unas memorias viajeras, el relato brioso de ese periplo, el detalle festivo de sus averiguaciones e impresiones.
Yo he tenido la suerte de que en Barlin Libros me encargaran un epílogo para dicha obra, para la edición española de dicha obra (traducida por el propio Haller).
Por supuesto, por ser eso, un epílogo, no alardeo de erudiciones. Lo que hago es volcar mi satisfacción.
Vamos, que lo que cuento es por qué me lo he pasado tan bien acompañando a Sobolev por un mundo lejano, ya desaparecido.
Si uno quiere salir, salir de sí mismo, este libro es una vía de escape y de conocimiento. Un goce jovial. Y no digo más, que, si sigo, arruino la dicha y el libro.
Échenle un vistazo a la bella ilustración de cubierta, obra de Irene Bofill. Si con lo que aquí llevan leído y con lo visto, no se animan, pues no sé qué quieren que les diga. No sé qué más podría añadir.
Disfruten.