Es difícil resistirse ante un libro, La estirpe (2021), cuya cubierta tiene esta ilustración. El reclamo editorial por el que el autor, Eduardo Boix, apuesta es inmejorable, pero a la vez resulta arriesgado, tal es su encanto.
Reproduce, como todos ustedes sabrán, una escena tierna y terrorífica de Frankenstein, la película de James Whale que se estrenó en 1931 y que aún nos conmueve.

Nos conmueven la escena, el film y la novela de la que es libre adaptación.
El lector puede pensar que en su interior, en el interior de este volumen, se habla del monstruo de Frankenstein. Más aún, cabe suponer, si el subtítulo es Autobiografía del monstruo.
Tomemos en serio dicho reclamo y veamos qué monstruo ése y si es a ese ser al que alude Eduardo Boix.
La criatura ideada por Mary Shelley y encarnada por Boris Karloff tiene unas características especiales. Veamos cuáles.
De entrada es una presencia constante en la televisión, en el cine y, por supuesto, en la literatura, que se ve constantemente recreada. Forma parte del Star System de lo infernal.
Devino pronto icono de la maldad y lo perverso. Arrastra una culpa que no puede saldar. La criatura es símbolo de muchas desazones humanas y por ello la tomamos como reflejo deformado de nuestro cuerpo o de nuestra mente.
Ya lo sabemos: el sueño de la razón produce monstruos.
Cuando suspendemos nuestras defensas, cuando descuidamos nuestra atención, cuando la vigilia se debilita o se perturba, las criaturas más terroríficas aparecen o reaparecen. Desde el exterior o desde el interior de cada uno de nosotros.
Éste es el caso del monstruo fabricado por Victor Frankenstein.
Vivimos —o eso queremos creer— en un mundo racional e instrumental, gobernado por la ciencia, por la economía. En un mundo así, de esas características, no tienen cabida los seres irracionales o las anomalías que distorsionan, que dañan, que destruyen.
En ese mundo, los seres irracionales, trastornados y que trastornan, no están preparados para conducirse y más si cabe cuando han sido abandonados, dejados a la intemperie. Y eso es lo que ocurre.
El monstruo es desmanotado y repudiado en un ámbito en el que imperan la lógica, la contención y la belleza. No tiene cabida ni acomodo.
El monstruo escapa a todo dominio y le falta medida que regule y enfríe lo emocional. Por antonomasia, la criatura de Frankenstein es un ser derrotado por la pasión, sin freno.
Es, en efecto, desmedido, carente de límites, de autocontrol. Es por ello por lo que su propia desmesura y su abandono lo hacen peligroso para los humanos, sobre los que hay siempre una venganza pendiente.
Pero no sólo es una criatura desmañada, desarbolada, desamparada que obra con una psicomotricidad torpe. Desde antiguo, la armonía suele ir asociada a la belleza, que a la vez se identifica con la medida y la morigeración.
Sin más: el monstruo es feo hasta un extremo indecible. Es feo de acuerdo con unos cánones culturales que damos por obvios. Somos hijos del sentido común y apenas nos conocemos.
La estatura gigantesca del monstruo, sus carnes tumefactas y su rostro con costurones asustan. En 1818, en 1931 y en 2021.
Es fácil creer que ese ser es algo que no nos concierne. Es consolador pensar que es una entidad ajena. Pero no. El monstruo es creación humana, hecha como reproducción nuestra. El resultado es espantoso, ciertamente, pero la composición y el reflejo lo hacen nuestro remedo.
No vivimos en un espacio ordenado y racional todo el tiempo. No habitamos un planeta o un mundo sublunar científicamente aclarado.
La vida está llena de desarreglos que padecemos o que otros padecen en mayor o menor medida. Esos desarreglos que escapan a la lógica, a la bondad o a la belleza están en los congéneres y están en cada uno de nosotros.
Siempre, alguna, vez, en algún momento, nos hemos sentido monstruosos, aleación del mal y de la mala hechura. Pecadores sin redención.
Por su profesión en los Servicios Sociales, Eduardo Boix trata con seres dañados, desviados, marginados.
Además tiene un interés manifiesto por esos criminales que aparecen en lo medios a los que vemos actuar con crueldad extrema. Por ejemplo, nos dice bellamente, “en pleno siglo XXI surgió un Saturno de la cabeza de Goya y tomó forma de hombre”.
“Se llama José Bretón y creo que no hay persona en España a la que no le dé náuseas ese nombre. Bretón asesinó a sus hijos sin importarle lo más mínimo el dolor que podía causar, es más, quería causarlo”.
Imaginemos…
En pocas palabras: Boix trata con monstruos y él mismo no se siente mejor, moralmente superior. Desde el principio nos anuncia que este libro arrastra una culpa…
Boix nos lo advierte: los monstruos dominan la Tierra, se adueñan de nuestras pesadillas e incluso invaden las quimeras que alocadamente nos hacemos.
Hay toda una minúscula demografía fantasmagórica, fantástica y bien real. Hay toda una topografía demente de lugares cotidianos por los que circulan los monstruos y sus copias, remedos o reproducciones, que somos nosotros.
Si siempre acechan, ¿por qué no los expulsamos de la vida corriente o de nuestra propia mente? Pues por humanidad. ¿Por humanidad? Dichas criaturas expresan nuestro malestar, nos desdoblan, nos muestran las identidades informes con las que hay que apechugar.
Los monstruos reflejan, proyectan y canalizan nuestros miedos, subliman nuestras inquietudes y angustias y hasta encarnan la maldad misma. No hay manera de sosegarnos, de atemperarnos.
Eduardo Boix habla de sí mismo como un monstruo, que es materialidad y es sentimiento. Habla de su infancia lastrada. Habla de los padecimientos vividos por él y por quienes como él se ven aterrados, perseguidos.
No nos equivoquemos. Los monstruos de Boix son reales y son ficticios, son cinematográficos, literarios y son también seres que acuden a la consulta sin razón, sin entendimiento y sin esperanza.
Este libro nace de una actividad profesional, pero nace también de una experiencia familiar, de una herida del autor nunca enteramente explicitada. O sí.
Su confesión parcial, pudorosa, le da autenticidad, fuerza. Yo me he sentido solidario y algo más: a la vez he recordado lo que de mí hace un viejo pecador descreído, condenado irremediablemente al Infierno.