El investigador y la moral. Un viejo dilema

Espoleado por Toni Zarza, he escrito estas líneas que siguen.

Me preguntó mi interlocutor si yo había leído A sangre fría (1959), de Truman Capote.

Le respondí que sí, que la había leído en su tiempo, años atrás, y que también había disfrutado mucho de su adaptación cinematográfica.

¿Por qué me preguntaba esta cosas? Porque, al estar leyendo El impostor (2014), la novela que Javier Cercas dedica a Enric Marco, Toni había descubierto que el autor cita varias veces A sangre fría.

Inmediatamente, yo le justificaba esa referencia y le daba unas razones conocidas.

La obra de Truman Capote es un clásico inevitable. Lo es para Cercas y lo es para quienes cultivan aquello que los anglosajones llaman la Non Fiction Novel.

Pero, si leemos con detalle lo que el novelista español dice, entonces veremos que Cercas está próximo de Capote y a la vez se muestra distante de A sangre fría.

En su caso, lo menciona para admitirlo como precedente de la novela sin ficción, como ejemplo o no de la investigación a seguir ante personajes reales, concretamente ante personas de moralidad dudosa.

Y lo hace para apartarse de ese modelo, el de Capote. ¿Por qué? Paso detallar lo que respondí a Toni Zarza.

¿Por qué Javier Cercas admira A sangre fría, de Truman Capote, y a la vez lo considera con razón un clásico del que por fuerza debe distanciarse?

Para que Truman Capote pudiera escribir A sangre fría, el escritor, el periodista, tuvo que hacerse observador participante, tuvo que amistarse con los dos presuntos asesinos, Dick y Perry, que son los protagonistas de la Non Fiction Novel. Tuvo, en definitiva, que cometer una grave inmoralidad.

Por un lado, debía averiguar todo lo posible de la conducta y las circunstancias que motivaron el crimen.

Para lograr esto y para lograr que la historia inacabada tuviera su final reparador, Capote debía, por otro, ayudar a quienes lo consideraban amigo.

Como escritor deseaba que su investigación y su obra avanzaran y, para ello, tenía que hacer todo lo posible para que ambos confesaran, se inculparan y, gracias a ello, fueran finalmente condenados y ejecutados.

A sangre fría es una novela redonda, casi perfecta, justamente porque el desenlace en apariencia justifica el comportamiento de Capote.

Parece justificar, en efecto, el comportamiento inmoral de Capote, cuyos “amigos”, los procesados, ignoraban cuáles eran las auténticas intenciones del escritor. ¿A quién se debía Capote? ¿A Dick y Perry o a la justicia o al público?

Lo explicaré apelando a una gran periodista y escritora que se plantea los mismos problemas morales en un obra titulada justamente El periodista y el asesino (1990). Me refiero a Janet Malcolm.

Como Malcolm admite al comienzo de El periodista y el asesino, todo entrevistador “es una especie de hombre de confianza, que explota la vanidad, la ignorancia o la soledad de las personas, que se gana la confianza de éstas para luego traicionarlas sin remordimiento alguno”.

Es probable que esta analogía entrevistador-“hombre de confianza” resulte extraña, pero la rareza se aclara si objetamos esa traducción, dado que, como me recordó un día Luis Magrinyà, confidence man significa en realidad “timador”, alguien que abusa de la confianza de otro.

Aceptado ese paralelismo, la traición a la que se refiere Malcolm es que las declaraciones que obtiene el periodista sólo son un medio y las personas que las conceden únicamente son un instrumento para otros fines, los del reportero.

En el caso del periodista no se trata, en efecto, de convertirse en portavoz de una causa (que es lo que suele mover a los interlocutores, a los procesados o ya condenados), sino en cronista que reconstruye unos hechos al margen del juicio que esa reconstrucción merezca.

“Los más pomposos [de entre los periodistas], añade Malcolm, “hablan de libertad de expresión y dicen que ‘el público tiene derecho a saber’; los menos talentosos hablan sobre arte y los más decentes murmuran algo sobre ganarse la vida”.

De algo hay que vivir, en efecto.

Decía Kant que la Ilustración es hacerse cargo de los otros como fines y no como medios, tomar a cada individuo por lo que es y no por lo que a mí me vale.

Sin embargo, esa admirable divisa no siempre se cumple, no siempre puede cumplirse y ni siquiera es deseable que se cumpla siempre.

Mientras desempeñe su cometido adecuadamente, a un barman lo tomaré como medio y no como fin, algo semejante a lo que le debo parecer yo mismo, un cliente o parroquiano a quien atender y nada más.

Mientras no haya colisión en este hecho, mientras el otro tomado como medio no proteste por ello, las relaciones humanas podrán seguir siendo meramente funcionales, instrumentales, sin que las partes se sientan especialmente dañadas.

Pues bien, al tratar casos excepcionales o situaciones de difícil discernimiento, al entrevistar a individuos que son presuntos asesinos, o a tipos de difícil pelaje y de cataduras complicadas, obcecados por una idea o causa, se corre un peligro.

Malcolm (o cualquier otro periodista como Capote) se arriesga a que el otro, el entrevistado, se sienta decepcionado, a que se sienta estafado, a que juzgue incumplido el pacto de confianza con que esa interviú empezó.

Algo semejante sucede con el género biográfico, según señala Janet Malcom en La mujer en silencio (1994), la biografía es una rapiña insólitamente aceptada por la sociedad.

O en sus propias palabras: un “medio por el cual los secretos que aún queden de los muertos que son famosos les son arrebatados y se ofrecen a la vista del mundo. Cuando trabaja, el biógrafo es, en efecto, como un ladrón profesional, que irrumpe en la casa, rebusca en determinados cajones que tiene buenos motivos para creer que contienen joyas y dinero, y se marcha triunfante con su botín”.

En medio de esas ambigüedades se mueven Malcolm y Capote (y se sabe Cercas), consciente de las sevicias y de las fechorías usuales que entraña escribir sobre otros, tan frecuentemente detestables, pero indefensos, o con el concurso de otros, ajenos a las consecuencias o al empleo que se hará de sus palabras o declaraciones.

Esa conciencia retórica y ética de la investigación, de la reconstrucción periodística o de la Non Fiction Novel es, pues, el dilema que hay en A sangre fría. Y es el dilema moral del que Javier Cercas habla expresamente en El impostor.

En las Facultades de Periodismo, imagino que esta cuestión será un tópico archisabido. Para quienes nos hemos dedicado a investigar y a tratar con personajes de otros tiempos, nuestros antepasados indefensos, lejos de ser algo superado, esta cuestión sigue siendo un asunto incluso angustioso.

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