Esto que digo ya lo he dicho muchas veces, pero insisto…
Para empezar, pensemos en un librito bien útil: Escuchar a los muertos con los ojos (2008).
Escuchar a los muertos con los ojos es un pequeño volumen que recoge la lección inaugural que pronunciara el historiador Roger Chartier en el Collège de France en octubre de 2007. Es el germen de una obra posterior: Cardenio entre Cervantes y Shakespeare (2012).
Hace, pues, varios lustros.
Ese texto, Escuchar a los muertos con los ojos, nos advertía acerca de lo viejo y nos alertaba acerca de lo nuevo.
¿Qué es lo que trataba Roger Chartier?
Chartier es sutil erudito, un brillante analista: pero, más allá de esto, idolatra a Jorge Luis Borges.
E, incentivado por su lectura (la de Borges), investiga sobre las nociones de autor, texto y obra, sobre la creación y sobre el artefacto material llamado libro.
Y sobre otros soportes y el ejercicio de elaboración.
Aquí se nota la huella de Michel Foucault, a su vez lector fervoroso de Borges, según mostró y demostró en Las palabras y las cosas, un volumen originariamente publicado en 1966.
Pensamos el objeto libro como una evidencia incontestable y con él los agentes que lo producen.
Chartier se pregunta desde hace años por el Quijote y por uno de sus personajes menores: Cardenio.
¿Quién es este último? ¿Quién fue Cardenio?
Recordemos…
El loco Cardenio es una célebre ideación de Cervantes, un personaje al que alberga en la primera parte de Don Quijote de la Mancha (1605).
Este tipo bien pronto migra, se independiza de la novela cervantina hasta convertirse en protagonista de obras teatrales representadas.
Por ejemplo, en Inglaterra hacia 1612: pongamos, el Cardenio, de… ¿John Fletcher y William Shakespeare?

Pero esa comedia como tal no se publicará, al menos no en 1653, que es cuando estaba prevista su edición: es decir, habiendo sido llevada a las tablas no podrá leerse…
Como un Pierre Menard redivivo, Roger Chartier emprende una búsqueda a la manera de Borges: «escribir un ensayo sobre una obra que no existe». La Historia de una obra perdida.
Pero, sobre todo, Chartier se preguntará a lo largo de los años por varios asuntos:
—por la inestabilidad de lo escrito (de Cervantes a Shakespeare);
—por la fractura de los productos culturales, hecho no tan reciente;
—por su materialidad;
—por las variaciones accidentales de los textos, que son el producto final que nos llega;
—por los protagonistas que se emancipan de sus creadores, flotando en un mundo virtual del que otros autores se apropian con mayor o menor acierto en otros libros.
Los personajes migran, sentenciaba Umberto Eco en otro contexto.
Lo inestable, lo efímero, lo valioso o lo caduco estaban ya en la gran literatura, que era a la vez parte sofisticada de lo popular.
Si en la alta cultura ya se daban estas desapariciones o presencias viscosas, ¿qué no pasará en lo electrónico y perecedero?
Creemos que lo digitalizado dura y reemplaza lo material y antiguo. Chartier defiende el mantenimiento de lo pasado y arcaico en su propia materialidad.
Los incunables no desaparecerán, admite el historiador francés, «pero no ocurre lo mismo con las más humildes y recientes publicaciones sean o no periódicas», con los libros de bolsillo, con los volúmenes populares, la morralla y lo pulp.
Esas obritas son artefactos que fueron editados, comprados, usados. Su sustitución por una biblioteca virtual, presuntamente infinita (a la manera de Jorge Luis Borges), sería una pérdida.
Cuando don Quijote se encuentra en Sierra Morena con Cardenio, le propone que lo acompañe a su aldea.
«Allí le podré dar más de trecientos libros que son el regalo de mi alma y el entretenimiento de mi vida; aunque tengo para mí que ya no tengo ninguno, merced a la malicia de los malos y envidiosos encantadores».
Eso leemos en el capítulo XXIV de la primera parte del Quijote. ¿Trescientos libros? ¿Qué queda?
Muchos de esos volúmenes fueron importantes y hoy son insignificantes.
Y al revés: muchos que fueron irrelevantes luego alcanzaron la dignidad del canon.
Qué raro es todo esto.
Internet nos hace soñar con lo importante y con la biblioteca universal. En ella también debería quedar la plétora de lo prescindible.
Me refiero a esas mercancías nuestras, cultural y materialmente significativas, históricas: lo que existe o lo que creemos que no existe. Lo que sabemos verdadero y lo que sospechamos falso.
Precisamente, lo que cada uno de nosotros necesita es disponer de criterios, criterios de discernimiento que nos ayuden a guiarnos en mundo hecho pedazos…
El conocimiento nos proporciona los instrumentos para recuperar o recopilar datos, pero los criterios últimos que el individuo requiere o que expone no se los da la ciencia o la disciplina.
La sabiduría es fruto del vivir ordinario y del conocimiento técnico, es producto de la ‘frónesis’, de la averiguación cautelosa y bien fundada en la experiencia cotidiana del ser.
El saber es conocimiento aplicado, pero es a la vez sensatez: operación racional y razonable. Poco más.