He regresado a La España vacía (2016). Y ha sido una suerte de epifanía. Como si de un viaje real se tratara he vuelto a seguir o a repetir el periplo que nos propone su autor, Sergio del Molino.
La primera vez que abordé ese volumen no supe cómo tomármelo. ¿Acaso por falta de costumbre? No. Estoy habituado al ensayo, que es uno de los géneros que mayores satisfacciones me dan.
Probablemente, cuando lo tuve en mis manos, yo estaba apremiado por otras urgencias y no era el momento de leerlo o de comprenderlo.
Pasó el tiempo y cuando tuve la oportunidad de saludar a Sergio del Molino y de hablarle de su literatura, por ejemplo de La mirada de los peces (2017), no supe qué decirle. Soy muy tímido y no es la primera vez que enmudezco o me hago el sueco ante autores que me interesan. No sé por qué.
Ahora, con otro talante y con otra actitud, he afrontado la prosa de Sergio del Molino. Y sin rubor debo decir que me ha fascinado desde la primera línea. Asombrosa obra cuyo goce por poco me pierdo por leerla a destiempo o con poco tiempo.
Es un deleite su sintaxis envolvente, ingeniosa y erudita. Pero sobre todo me ha convencido La España vacía como obra literaria, con una sorna muy culta y popular, con una ironía que nos desvela lo que estaba oculto o era supuestamente obvio. Nada es obvio en este volumen.
Es una prodigiosa construcción con miles de piezas, de referencias, con difícil encaje. Sergio del Molino lo logra y aúna la alta y la baja cultura, la cultura más eximia y la más disolvente, esa que viene del ‘Quijote’ y que llega hasta nuestros días: precisamente hasta la cultura de masas, la más chabacana o chocarrera.
Son muchas las piezas a encajar, en efecto: muchas las referencias de la tradición, de la literatura, del arte, del cine, de la televisión incluso. El tapiz resultante (permítanme decirlo a la manera cursi) nos muestra tanto el primer plano o el plano detalle como el plano general.
Y uno no puede más que compartir la tesis general que Sergio del Molino desarrolla en sus páginas: la de la extrañeza y la fascinación que nos provoca esa España vacía, principalmente vacía, hecha de huecos, con soledades inmensas, ásperas, con ciudades siempre alejadas, distantes. Una España que tiene mucho de irreal.
Este ensayo es inspección y es autografía, es análisis y es creación, una suma de erudiciones vastísimas, enciclopédicas, que nos despiertan un apetito insaciable.
Queremos más. Queremos que ese viaje por la España del interior —y por la España mitificada, simbólica y con densidades de población escasísimas— no se acabe.
La ironía, creo que lo he dicho, es de una sutileza envidiable. Y sí: verde de envidia me he puesto con las resonancias recias y livianas de una prosa a la que uno, en fin, nunca podrá llegar.
La España vacía entretiene, divierte, nos hace reflexionar, nos hace pensar, nos hace preguntarnos acerca de nuestra relación con el medio físico, con el espacio, con la España real y con la España fantaseada, con la España heredada y con la España actual.
En ningún momento he podido dejar de sonreír y de sentir una cierta nostalgia. No podía dejar de hacerlo mientras me adentraba por esos caminos, por esos itinerarios que traza Sergio del Molino o por los que él anduvo a la manera del cronista o reportero, a la manera del antropólogo de campo, a la manera del esforzado hispanista.
El autor parece haberlo leído, visto y oído todo, como aquel personaje de Julio Cortázar, que en efecto tenía todos los libros leídos.
Se manifiesta con prudencia, pero también con audacia. Se expresa con respeto hacia sus mayores, pero también con resuelta rebeldía, incluso con actitud ocasionalmente gamberra
Ahora, a mi vuelta, cuando el viaje ha acabado, La España vacía me parece uno de los libros más sutiles y divertidos de la literatura reciente y remota, un volumen reflexivo y analítico. Verdaderamente, una obra extraordinaria.
Sergio del Molino transita por lugares comunes y por espacios insólitos, sitios que han examinado estudiosos, geógrafos, historiadores, filólogos, literatos, artistas, observadores.
Un poco como aquellos viajeros de la Europa septentrional que emprendían el Grand Tour para descubrir o confirmar lo que sabían o creían saber de los meridionales. Algunos cargaban con atavismos y casticismos. Sergio del Molino los examina con sorna y respeto.
Una lectura superficial de La España vacía nos puede provocar una impresión falsa: en sus páginas no hay nada que no supiéramos de antemano. Es una conclusión errónea, pues si los mimbres son conocidos, el cesto es nuevo, completamente nuevo (permítanme decir esto, otra vez de forma cursi).
Sergio del Molino no se plantea ‘España como problema’ y no se pregunta por el ser de la patria. Tampoco responde diciendo aquello de ‘España sin problema’. No busca esencialismos ni tampoco metafísicas carpetovetónicas. No adopta ni adapta el 98 o el noventayochismo, pero se ha leído a sus distinguidos creadores.
En efecto, esas metafísicas las tiene en cuenta para darles la vuelta, para mostrarnos un país, el nuestro, del que la mayoría procedemos. ¿Qué país es ése? ¿Castilla?
No sólo Castilla. También la España rural, árida o seca, que es exactamente nuestro origen, la tierra que abandonaron nuestros antepasados recientes o remotos.
Ese país puede ser el de nuestra infancia, el de mi infancia: el pueblo familiar, el que abandonó mi padre para acceder a los estudios superiores y colocarse en la gran ciudad; el pueblo que yo frecuentaba cuando de niño y adolescente iba a veranear, un lugar real y simbólico que aún da forma a mi emoción más profunda.
Para acabar me he puesto moderadamente nostálgico o melancólico, no sé. Y creo que ese pequeño estremecimiento me lo ha provocado este libro tan bello al que volveré, sí, volveré para recorrerlo otra vez.