Por el tema y por los recursos, muchos lectores han quedado deslumbrados por la recreación del viaje a la Luna que Antonio Muñoz Molina detalla y reelabora en uno de sus libros más célebres.
Me refiero a El viento de la Luna (2006). Pero a mi juicio lo más sobresaliente de esta obra es la figura del padre, la relación del hijo con el progenitor y con el mundo de sus mayores. Estamos en 1969: al menos lo relatado remite a ese mundo y a aquella España.
Muñoz Molina se vale de un narrador que en esas fechas tiene trece años. Afincado en Mágina debe compaginar la herencia de los mayores y la rebeldía del joven, una rebeldía cuyo modelo era esencialmente americano.
En la urbe pequeña del protagonista (la Mágina inspirada en Úbeda), la vida sólo podía aceptarse con abnegación y sacrificio. Eso decían los adultos.
Pero a la vez los chavales de entonces también querían redimirse, escapar, sin tener que saldar la deuda contraída por los padres y los abuelos.
Eran unos adultos que habían rellenado el alma de los hijos con historias propias y ajenas de la Guerra Civil.
Así, El viento de la Luna, esta novela de formación, narra una epifanía y la lucha del adolescente.
Obligado a asumir el patrimonio común, el joven no puede evitar la polifonía que lo constituye, las voces de sus ancestros que resuenan en su interior y que lo atan a la tierra.
¿Qué cabe entonces? La abnegada, la parcial invención de uno mismo, la evacuación: la huida imaginaria que inspiran los viajes interestelares.
Hay que desarraigarse pero aún no sabe: el muchacho es muy joven y desconoce cómo idear un plan de evasión.
Se trataría de un plan de evasión que le permitiera alejarse de un destino propiamente terrenal, de apego a la tierra de los viejos, de servidumbre moral, de sometimiento al padre.
Pero esa escapada, alimentada también por los mitos adolescentes, no podrá extirpar el relleno con el que fue educado, el miedo y el respeto a los mayores. ¿Qué hacer, pues?
Al final, todo remite al padre, amado y temido, y la propia novela es su evocación fantasiosa y el recuerdo de sus historias e incomprensiones, una evocación hecha con afecto e ironía.
El padre es, así, una figura de autoridad frente a la cual nos definimos: frente a la cual también se define el narrador de esta historia, de El viento de la Luna. Pero volvamos a aquellos días de julio de 1969.
Antonio Muñoz Molina sabe conducirnos al espacio que él imagina. Es diestro en estos artificios: El viento de la Luna es un periplo espacio-temporal hacia un pretérito imperfecto, ese 1969, un año en el que 1939 aún era una fecha cercana.
Pero 1969 era también un mundo que se abría con un esplendor tecnológico de plásticos y computadoras, en contraste con el arcaísmo y la repetición agraria. Eso también está en la novela.
A esa España llegaban turistas y antropólogos, dispuestos a examinar el tipismo, lo pintoresco, las bellezas naturales, lo que nos diferenciaba.
Pero en dicha tierra ya vivían jóvenes desorientados y levantiscos –airados, claro–, gentes que querían aventurarse, gentes que a la vez se querían ajenas a la guerra y a la posguerra de sus mayores.
La España cíclica: ese país de todos los demonios –que dijera Jaime Gil de Biedma– quedaba alterado por la televisión, por la radio, por la comunicación mundial.
La novela de Antonio Muñoz Molina transcurre a lo largo de ese viaje espacial de varios días. Comienza el 16 de julio y lo que nos relata acaece en jornadas inmediatamente posteriores.
Transcurre en Mágina, ciudad imaginada por el autor para algunas de sus novelas, y lo que nos detalla es una suma de hechos locales y de gestas espaciales.
Nos muestra tipismos de aquella España digna, miedosa y raquítica, y fantasías de la Norteamérica que inventa un futuro, que predice un mundo gobernado por los robots y las computadoras.
Todo lo que ocurre en la novela está visto desde la perspectiva de un muchacho que entonces, según decía, tiene trece años: un narrador que lo cuenta muchos años después, haciendo suyos aquellos sentimientos.
En la enunciación domina la primera persona, salvo cuando una segunda del singular irrumpe para precisar circunstancias o expectativas del astronauta o del joven que también hace suyos los temores y el éxtasis del viajero espacial. Un éxtasis, en efecto.
18 de julio. “Sólo recuerdo la emoción de las cosas”, dice Antonio Machado. Esa cita encabeza el libro de Antonio Muñoz Molina. Es un exergo que define perfectamente la lectura que el autor propone para su novela, para esta autoficción.
La emoción de las cosas. Los objetos no son la pura materialidad: son sobre todo la evocación emocional, el impacto que las cosas nos causan o nos causaron.
Lo que llamamos memoria es la rememoración de lo que nos conmociona, por pequeño que sea, y de lo que nos ata arbitrariamente, lo que nos enreda con hechos y fantasías: individuales y colectivas.
La cita de Machado figura debajo de la dedicatoria. La primera de ellas dice así: “In memoriam Francisco Muñoz Valenzuela”.
El libro es, en efecto, una inspección sobre el padre, sobre el mundo del padre, esa España de 1969: rural, cotidiana y previsible, la España del 18 de Julio, ese país del que el hijo querrá escapar, emprendiendo un viaje tan temerario y distante como el de los astronautas.
De momento, no hay escapatoria y la Luna aún está lejos. En febrero de 1969, el régimen del Caudillo decreta el estado de excepción en todo el territorio nacional tras la muerte de Enrique Ruano.
En julio, Juan Carlos de Borbón es designado por las Cortes del Reino sucesor de Franco a título de rey. En ese mismo mes estalla el caso Matesa, un fraude a la Hacienda Pública por exportación ficticia. Etcétera.
El adulto que narra lo cotidiano lo hace recordando justamente la emoción de las cosas, reproduciendo los sentimientos del joven que no ha olvidado y que nutrió su imaginación con el trayecto improbable del Apolo 11.
‘El viento de la Luna’ es una enumeración emocional de adelantos o, más bien, de atrasos, la demora conque se difundían en la España rural las novedades del siglo: el agua corriente o la ducha diaria, el teléfono o el cine.
Todo tardaba en llegar y lo que los medios mostraban era aún inaccesible o escaso. Con lupa de varios aumentos –si se me permite esta imagen–, Antonio Muñoz Molina examina esos restos que entonces maravillaban.
Todo puede ser visto con microscopios, con lentes, con cámaras, con objetivos, con telescopios; todo puede ser visto en pantallas de pocas pulgadas.
Los monitores de que disponían los ingenieros del Control de la Misión permitían observar o adivinar el tránsito de la nave.
El computador funcionaba con precisión admirable y la televisión llevaba a ese mundo espacial y especial: todo podía ser registrado, retransmitido, exhibido, previsto. O eso se creía.
En El viento de la Luna, Antonio Muñoz Molina detalla algunas de esas previsiones fantasiosas sobre la Tierra, sobre la Luna, sobre el espacio exterior.
Y lo hace con rara poesía: con la ironía y la ternura que provocan los errores humanos, con la piedad que despiertan los vaticinios empeñosos.
El narrador cuenta lo que él espera del porvenir y lo que otros le han dicho que debe esperar o desear o temer. Sin duda, es una mezcla de lo factible y anhelado, de lo verificable y lo fantasioso.
“En el año 2000 los computadores y los robots harán todos los trabajos fatigosos o mecánicos, conducirán los coches y los aviones, barrerán y fregarán las casas, cultivarán la tierra”.
Y añade citando a sus mayores: «Algún días las máquinas dominarán el mundo», dijo un día en casa mi tío Carlos, con aplomo de experto, porque al fin y al cabo tiene una tienda de electrodomésticos”.
“Lo dijo también con cierto sarcasmo, porque mi abuelo acababa de llegar con la noticia asombrosa de que en algunas tabernas y cafés de Mágina iba a instalarse máquinas expendedoras de tabaco y de bolsas de pipas de girasol”, informa.
“Algún día las máquinas dominarán el mundo y habrá coches voladores y viajes turísticos al planeta Marte, pero por ahora mi abuelo disfruta saliendo a los caminos montando en su burra…”, concluye.
Eso dice el narrador de El viento de la Luna. Y añade:
“Habrá estaciones espaciales permanentes y vuelos regulares a la Luna y probablemente a Marte. Naves robots habrán traspasado la densa atmósfera venenosa de Venus y establecido bases de observación permanentes en alguna de las lunas de Júpiter”.
Todo parece confirmar ese porvenir de vuelos intergalácticos: ningún muchacho de entonces estaba dispuesto a creer en el fin de la carrera espacial o, al menos, en el declive de aquel sueño.
Julio Verne o H. G. Wells habían nutrido esas fantasías, como también los films de ciencia-ficción y las series televisivas.
En las páginas de Muñoz Molina, la aeronáutica es ya un logro cotidiano y contrasta con las faenas del hortelano. Al final, es preciso el viaje o la escapada…
¿Para qué, para llegar a qué parte?
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Fotografía de Antonio Muñoz Molina por Ricardo Martín para Mercurio:
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Ilustración de Damián Flores de Antonio Muñoz Molina para Fórcola.