Diez personajes (o más) que conmovieron al mundo

Inicio con este artículo una serie de semblanzas en Cartelera Turia sobre personajes reales e irreales, sobre caracteres fantásticos y sobre tipos humanos.

Unos son detestables y otros resultan enternecedores.

Los amemos o los odiemos, todos ellos son ejemplo de vidas egregias o lamentables.

Y todos ellos nos obligan en mayor o menor medida a pensar, a reír, a sufrir.

Me baso en mis lecturas y relecturas, antiguas y también recientes, realizadas ex profeso.

Mi intención es componer por yuxtaposición una modestísima historia moral e imaginaria de nuestras vidas

. . .

Justo Serna, Cartelera Turia, núm. 2945, 10-16 de julio de 2020

Todas las personas leemos. ¿Qué cosas?

Textos grandes o pequeños: prospectos farmacéuticos, manuales de instrucciones, folletos turísticos, novelas…

En esta serie de Cartelera Turia que ahora se inicia propongo reconocer eso mismo: que somos personas habituadas a leer, que aspiramos a sacar el mayor rendimiento de dicha operación para aliviarnos o para complicarnos la vida.

Con los libros nos hemos formado, deformado e informado.

Desde la infancia aprendemos que los personajes inventados para nuestro deleite y ejemplo o los protagonistas de historias reales… son nuestros interlocutores.

Con ellos nos medimos.

Sabemos que jamás existieron o que, pasado el tiempo, ya no existen, pero a poca entidad o identidad que tengan, a poco que sus historias se cuenten bien, nos facilitan todo tipo de identificaciones y proyecciones y, sobre todo, el examen.

Podemos juzgarlos, condenarlos o salvarlos. Podemos sentir piedad, algún tipo de compasión. Podemos ponernos en su lugar.

Los personajes reales o inventados nos sacan —o pueden sacarnos— de nuestro ensimismamiento. Y de quicio.

Leer así vale para dilatarnos, para disfrutar o padecer experiencias por las que nunca pasaremos.

Leer novela o historia nos sirve para aliviar el dolor y el miedo, para detener fantasiosamente la muerte, pero también para aligerar o aumentar los terrores: esas amenazas siempre presentes.

Las ficciones, concretamente, nos muestran vidas que se terminan, como la nuestra, dejando los cabos sueltos.

Pero, a la vez, las lecturas multiplican cada minuto de nuestra vida.

Recordemos una metáfora habitual: quienes han leído han emprendido toda clase de desplazamientos para los que no hay límites ni naciones ni idiomas.

Los personajes de esos libros nos franquean el paso, nos permiten visitar su mundo, un mundo real o irreal, un mundo que se materializó o simplemente se inventó.

Cuando un escritor urde y construye un espacio de ficción…, y cuando un historiador exhuma una circunstancia remota, ambos incorporan consciente o inconscientemente las narraciones que la humanidad se ha dado.

En sus páginas resuenan las voces de héroes y villanos que nacieron o revivieron en la imaginación o en la investigación de otros.

La novela que leemos o la historia con la que nos informamos es polifónica, pero no sólo porque hallemos personajes que pugnen por hacerse oír o por hablar burlando la tiranía del narrador o del historiador.

En cada enunciado se contiene la historia secreta y pública de los individuos, las palabras que desde antiguo se han pronunciado, se han repetido, se han dicho miles, millones de veces, y que sin saberlo volvemos a emitir.

Por distintas razones, ser autor o historiador tiene más prestigio que ser lector. A este último tendemos a verlo como un paciente destinatario.

Al autor y al historiador les atribuimos la originalidad, el genio y la creación, la erudita búsqueda o la investigación, la capacidad de rehacer lo que ya estaba dado o de inventar lo que nadie antes ideó.

¿Es efectivamente así?

En realidad, el novelista y el historiador vuelven a reescribir esas voces que otros ya pronunciaron y que ahora parecen efectivamente nuevas, pensadas e imaginadas para nosotros.

La tarea del destinatario no es por tanto pasiva: de esa persona acaba dependiendo que el artefacto llamado libro se vivifique, que cobren vida esa pléyade de personajes que transitan entre sus páginas y en las que dirimen sus existencias y sus incertidumbres morales.

Parte del mundo representado o reproducido documentalmente es elíptico, entre otras cosas porque ni siquiera el autor y el investigador son capaces de informarnos de todo cuanto lo compone.

Son incapaces de crearlo, de exhumarlo enteramente, de describirlo por completo para nosotros.

Nos necesitan, pues. Necesitan lectores activos y voluntariosos, dotados de intuición, de experiencias y de olfato, que rellenen lo que no está o está simplemente aludido.

Leer, pues, es un trabajo y un empeño, una tarea no remunerada en la que nos obstinamos sin recompensa material.
Pero, además de esfuerzo y de composición, leer tiene otros pagos y otros beneficios.

Leer sirve para narcotizarse sin efectos secundarios, evitando, por ejemplo, una realidad que nos niega o que nos hostiga o que amenaza con dañarnos.

Quien se ha entregado con fruición y con exceso al deleite de las ficciones o de las historias pasadas no añora el mundo exterior o actual.

Durante semanas, esos personajes van a comparecer aquí. ¿Quiénes son?

Pues, entre otros, Robinson Crusoe, Frankenstein, Gregor Samsa, Gustav von Aschenbach, Albert Speer, Francisco Franco, etcétera, etcétera.

Son tipos reales e irreales que han pasado de la vida a la literatura, de la novela o de la historia al cine.

No se precipiten. No se me amontonen… Tenemos una eternidad por vivir.

Un comentario

  1. […] Nadie como Alberto. Nadie como ‘Al’ Ciurana, que era el modo en que se hacía nombrar. Los demás le llamaban ‘El Niño’. Conviene repetirlo, porque las nuevas generaciones suelen ignorar, incluso con desdén, la trayectoria de personajes públicos fracasados, esos grandes estériles de nuestro pasado reciente. Mejor dicho, suelen ignorar a los egregios fracasados y también las vidas de los pequeños personajes que no lograron remontar. Y, sin embargo, ‘El Niño’ nos conmovió. Al menos a quienes tuvimos trato con él. Hablando de pequeñez: Ciurana era muy escueto de estatura, alcanzando sólo el metro cincuenta y dos. Cuando a los dieciocho años lo tallaron para el servicio militar obligatorio, un error de transcripción, o la simple torpeza del funcionario, lo elevó hasta el metro setenta y dos. Salió contento de aquellas dependencias oficiales. A pesar de padecer de una estructura raquítica a lo largo de su vida —según pude leer en un informe médico que cierto día me mostró con impudicia—, él alardeaba de estatura. “Tengo estatura moral. Transmito valores”, insistía con arrogancia, como dándole poco relieve al físico. En realidad, según me confesó en otra ocasión, él estaba verdaderamente disgustado con su cuerpo, que le impedía encarnar papeles de galán. Y estaba disgustado con sus escasas entendederas. He de decir que todos estos reparos que se ponía, esos agravios que le dolían, no los pregonaba. Una vez, sólo una vez, me los reveló enteramente, con detalle. En una noche de copas, de mucho trago, en el Tropical, en la playa. Éramos ya talluditos y generalmente muy reservados. “Fuera inhibiciones”, me espetó aquella noche para levantar esas reservas. ¿He dicho disgustado, que estaba disgustado con su cuerpo? Su ingenio y su repertorio no eran mejores. Es más, eran manifiestamente escasos, sin remedio. De ahí, su ira consciente, ese desengaño que le hacía sobrellevar su condición con rencor. “He malogrado mi vida”, me soltó con amargura aquella noche de tragos. “He sido ignorado por la mayoría de los espectadores: por mis iguales y por mis colegas”. La verdad es que yo no sabía a qué y a quiénes se estaba refiriendo: ‘Al’ había conseguido llevar una vida de titiritero que le permitía tener caravana y un público que aplaudía sus actuaciones. O sí, sí que sabía a qué se estaba refiriendo. Estábamos acodados a la barra del Tropical y el ruido facilitaba la sinceridad efectivamente desinhibida. ‘El Niño’ no había llegado a nada, insistía. No lo desmentí. Si lo pienso bien, entonces y ahora, prácticamente no quedan testimonios o pruebas de sus empeños. Tenía ambición y poco más. Pero era torpe. Y esa torpeza era la que provocaba la hilaridad involuntaria de sus espectadores. Ése fue su magro o su amargo triunfo. A lo largo de su vida profesional sólo había podido participar en proyectos menores, ambulantes, con escasísima repercusión. Y ello se había prolongado durante un par de décadas. En alguna ocasión se había aventurado con sus propias producciones y con una deficiente Compañía. Vamos, que él puso la plata: que él costeó las obras de teatro, teatrillo o varietés, que estrenaba en salas de pequeñas poblaciones. No consiguió celebridad alguna, jamás, fuera de un circuito barato. A pesar del pomposo nombre que le había dado a su empresa, ‘Gran Compañía El Niño’, no logró ningún éxito de relumbrón. Ningún periódico le dedicó una reseña. Un día, angustiado por las deudas, decidió quitarse la vida dejando en la calle a compañeros y a subordinados. La función había terminado. No sé muy bien si yo tuve algo que ver con el desenlace. ¿Por qué digo esto? Porque su muerte sucedió a las pocas semanas de nuestra conversación etílica. Fue odiado por ello, por esa muerte rencorosa. Al menos, las esquelas y notas que algunos de sus deudos o colegas publicaron en la prensa en mayo de 1978 no reflejan cariño. Alguien pagó esas necrológicas simplemente para ultrajarlo. Por pudor no reproduzco el contenido de dichas notas. Me sorprendió que periódicos serios y formales admitieran esas muestras de inquina. Aún me pregunto qué papel desempeñé en esta tragedia. Yo no pertenezco al mundo del teatro y mi amistad circunstancial e intermitente con ‘El Niño’ no justifica todo lo que sé o creo saber de su fracaso —ahora, sí— egregio. Fracaso egregio. Sólo una vez coincidimos interpretando una obra dramática. Fue en Primaria. En la Academia Cumbre, que estaba en la calle Jaca, de Valencia. Dada mi envergadura corporal, yo hacía de San José. Manuel Can, de tez cerúlea, encarnaba a la Virgen. ¿Y ‘Al’? A ‘Al’, tan pequeñito, le obligaron a ser el ‘Niño Jesús’, asunto que no sé cómo lo vivió. Al menos entonces fue el protagonista. No era un papel de galán, de acuerdo, pero tuvo a la concurrencia embelesada. La tuvo conmovida o estupefacta con los llantos, con unos llantos y unas quejas que ya nunca lo abandonarían. Fue su mejor interpretación. Justo Serna —— https://justoserna.com/…/diez-personajes-o-mas-que…/… […]

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