Frankenstein. Alone again, naturally

Días atrás, por razones personales y académicas, releí Frankenstein (1818), la obra de Mary W. Shelly.

El placer que esta obra provoca no decae. El disfrute que, todavía hoy, obtenemos de su lectura no se puede medir.

Releí y repasé Frankenstein junto a otras obras de diferentes autores. ¿La razón? Prepararme una conferencia que debía impartir en la Universitat de Barcelona.

¿Cuál era el tema de mi charla?

En mi conferencia me planteé tres cosas de corte académico.

La primera, examinar brevemente las nociones de historia y pasado. La segunda, centrar este asunto en la historia cultural.

La tercera, y más relevante, revisar las relaciones entre historia y ficción: en especial, tomando como base algunas novelas.

Por supuesto, partí de la pregunta que me acompaña desde hace décadas…

¿Por qué los historiadores deberíamos leer novelas?

Si habitualmente la novela es escritura basada en la ficción, ¿por qué los historiadores deberíamos leer novelas?

Di algunas pistas o ejemplos de los autores y de la tradición literaria a la que pertenecen ciertas novelas.

Especialmente aludí a algunas criaturas, queridas e inquietantes, que tienen vidas ordinarias o extraordinarias en las ficciones.

A partir de las novelas en que aparecieron, ciertas figuras se emancipan de sus obras y de sus creadores.

Cuando eso ocurre se convierten en clásicos y en mitos de nuestro tiempo recreamos por otras ficciones literarias o cinematográficas.

Pero lo que yo me propuse en la conferencia era volver a esas novelas que las alumbraron.

Y, entre ellas, destaca por relevancia universal y por apego mío la obra de Mary W. Shelley. Se puede aprender tanto de ella.

En las páginas de Frankenstein, ya lo sabemos, se describe la puesta en marcha de una empresa alocada.

Ilustración: Víctor Serna

Es toda una osadía inaudita, una audacia de la que se seguirán efectos perversos más o menos inmediatos.

¿A qué empresa me refiero?

Se trata de la mayor temeridad jamás alumbrada: «la creación de un ser humano».

Ser como dioses. La Ilustración, la Ciencia, la Razón… Pero también las pasiones sublimes del primer romanticismo.

Ay, la soberbia humana; ay la arrogancia de quien se sabe dueño de la vida y del conocimiento.

Esta tarea, la de forjar vida, esclavizará a Victor Frankenstein, víctima de una irreprimible euforia creativa.

La padecerá como una obsesión, como una auténtica pasión malsana durante dos años.

Esta faena logrará consumarla finalmente insuflando vida a una criatura hecha de fragmentos de cadáver, una criatura de visión repugnante.

En efecto, su apariencia es monstruosa, una malformación que le impide tener iguales, una comunidad de iguales.

No hay nadie con quien mantener vínculos de sociabilidad, compartiendo metas y normas morales.

El monstruo es un personaje de comienzos del siglo XIX aunque su vida en la ficción transcurra en la centuria anterior.

Sin embargo, en esa criatura se dan parte de las zozobras que aquejan a los seres de nuestro tiempo, los de ahora mismo.

Los costurones del yo no son sólo los de la criatura, sino también los propios de los individuos contemporáneos, nosotros, que nos interrogamos.

¿Nos interrogamos acerca de qué? Acerca de la unidad y la estabilidad de las identidades.

Frankenstein es un calco de cada uno de nosotros: tan inconstantes, tan predecibles, con nuestras identidades fragmentadas.

Digo todo esto y vuelvo también a Michel de Montaigne. Vuelvo a un texto suyo bien conocido, de sus Ensayos (1580).

Trata en ese pasaje de «la inconstancia de nuestros actos».

Es ahí en donde Montaigne afirma que «los buenos autores hacen mal en obstinarse en formar de nosotros una manera de ser sólida y constante».

En realidad, prosigue Montaigne, “somos ejemplo y emblema insuperable de inconstancia y de inconsistencia”.

Por tanto, la «variación y contradicción que en nosotros se da» no son, sin embargo, un mal.

No son una carencia a corregir o una dolencia a sanar: son, por el contrario, nuestra propia constitución.

Todas las contradicciones”, añade Montaigne en su particular autoanálisis, “se dan en mí alguna vez y de alguna forma”

¿Cuáles?

“Vergonzoso, insolente; casto, lujurioso; charlatán, taciturno; duro, delicado; ingenioso, atontado; iracundo, bondadoso; mentiroso, sincero; sabio, ignorante, y liberal, y avaro, y pródigo, todo ello véolo en mí a veces, según qué giro tome».

Es por eso por lo que ni él ni nosotros estamos equipados con una identidad única. Es más: incluso, esa misma creencia, la de la identidad única, es engañosa y tóxica.

Somos como un monstruo hecho de fragmentos; o, como el propio Montaigne concluye, «estamos todos hechos de retazos”.

Y añade: “y somos de constitución tan informe y diversa que cada pieza, a cada momento, juega su papel.”.

Es más: “existe tanta diferencia entre uno y uno mismo, como entre uno y los demás».

Estas ideas y otras de menor enjundia las desarrollé en mi conferencia. Sí, ya sé: son cosas bien conocidas, pero —qué quieren— no me canso de repetirlas.

Es decir, la diferencia no sólo está en los otros; la diferencia está en mí y se agranda y se descompone con los años.

——

https://youtu.be/PX-iemNhRMI

…Reality came around / And without so much as a mere touch / Cut me into little pieces…

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