El pensamiento. En tiempos de la cólera

En un tuit contundente, Julián Casanova dice con gran tino:

“La era digital ha cambiado la forma de enseñar y escribir historia”. Ha cambiado la forma de quienes han querido cambiar.

Cuidado: esto es un aviso para navegantes del pasado.

Y ese aviso es exacto, exactísimo. Y quien no quiera verlo se abandonará a la ceguera voluntaria, que es una forma de servidumbre deseada.

Desde el advenimiento de esta Red de redes y desde la llegada de esta era virtual, creo que muchos historiadores viven —o hemos vivido— enajenados.

Entiéndaseme: no digo alienación en el sentido que Karl Marx diera a esta fórmula. Hablo del estado enajenado como sinónimo de distracción. De despiste.

Pasan cosas y muchos hacen como que no nos afectan. Sencillamente porque o no las ven o porque no las quieren ver.

Anaclet Pons lleva años reflexionando acerca de ello. Me refiero a la relación de lo digital con la historiografía. Lleva años examinando qué pasa y qué nos pasa.

Lleva tiempo pensado sobre este tipo de enajenación que algunos colegas acusan o padecen. Y sobre todo acerca de este trastorno que el mundo virtual provoca en la investigación de los historiadores.

Uno de sus libros, El desorden digital (2013), es probablemente lo mejor que acerca de este asunto ha producido la historiografía española en los últimos veinte o treinta años.

Yo tuve la fortuna de leerlo cuando ni siquiera era un volumen. Ahora es ya un clásico de la historiografía española.

Sorprendentemente, algunos colegas míos, pero también de Julián y de Anaclet, no han mostrado interés alguno por esa obra y por las consecuencias de lo que allí se diagnostica.

Hay compañeros que no lo han leído: están disculpados, pues no podemos llegar a todo. Menos disculpa tienen quienes creen que lo que aborda Anaclet Pons en sus páginas no les concierne.

Con ello demuestran ignorancia culpable.

Esos historiadores desconocen los avances de la investigación española y desconocen el calado de lo que en ‘El desorden digital’ se vaticina, que es exactamente lo que se avecina.

Por eso, dicha obra es o puede leerse como una guía de perplejos o para perplejos.

Entiéndaseme: durante un tiempo, muchos vivieron —y algunos aún viven— ajenos al nuevo mundo virtual y a sus canales de comunicación.

Algunos todavía desdeñan las redes como si éstas sólo fueran un lodazal o un muladar. Hay vida inteligente en Internet y A. Pons lo examinó hace años con gran pericia. Desde entonces, no deja de insistir en ello.

Punto y aparte.

En su post tan preciso, Julián Casanova admite, sin embargo, otra cosa que han traído las redes, que es asimismo lo segundo a lo que quería hacer mención.

Internet también nos ha demostrado algo que genera gran pesar y gran pensar: los extremistas —dicen Casanova y otros con él— son habilísimos a la hora de moverse con soltura en Twitter, en Facebook, etcétera.

Habilísimos: gran soltura —precisa Casanova— la de “la ultraderecha” y la “del nuevo fascismo, que ya no necesitan destruir los parlamentos” ni promover “la movilización de las masas”.

Es decir, “la propaganda, el miedo y las mentiras llegan ahora por las redes” sin reunir a las muchedumbres en un espacio físico. Así es.

Pero no nos pongamos apocalípticos. Hay de todo.

Por las redes llegan lo eximio y las heces. Llegan el pensamiento sutil y el hallazgo más sorprendente. Y llegan las rudezas y las crueldades de los mezquinos y los mentirosos.

Cuidado…: cada uno de nosotros es responsable de lo que difunde o redifunde. Hay, pues, que confirmar con pruebas aquello que redirigimos. Hay que leer, leer la letra pequeña, informarse.

No basta con depositar tuits o posts brevísimos. No basta con soltar perogrulladas o asertos cortos y sin sustancia.

Hay que hacer pedagogía con argumentos bien documentados que opongan resistencia a la mentira.

El escueto tuit puede ayudar a pensar. También ayuda la reflexión profunda, demorada y hasta prolija.

Vivimos en un tiempo de expresión alicorta, de la que Twitter es su epítome. Justamente en esta época necesitamos aforismos, no exabruptos o simplezas.

Quiero decir: necesitamos menos breverías y más greguerías. Con longitud de onda, eso sí.

Las greguerías, las chispas que convencen y atraen, las necesitamos siempre. Las ideas lentas y profundas, igualmente. ¿Para qué?

Para oponer resistencia al desorden del pensamiento, a la cólera de los extremistas.

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