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Uno. Puede que escribir sobre zombis no aumente la reputación de nadie: desde luego, no es recomendable para profesores. Menos aún para licenciados, doctorandos o alumnos de grado. Vaya eso por delante. Pero los muertos vivientes nos dan mucha vida. O mucho juego, no sé. Hay algo lúdico
en todo esto: tan divertido como pasar miedo preguntándonos qué demonios hacemos aquí.
Los zombis pueden servir como metáfora nuestra, de este mundo que nos ha tocado… ¿vivir? Al mirarlos es inevitable que nos veamos a nosotros mismos: son como una copia nuestra, pero degradada. Sencillamente dan o damos asco. Y pena. ¿Han visto bien al tipo de ahí arriba? Sale de un vehículo –como cualquiera de nosotros–, tras una jornada agotadora o tras una vida perra. De paso, los zombis confirman lo que de entrada sospechábamos: si contamos en términos históricos, en breve plazo estamos o estaremos todos inertes, exánimes, sin fuelle.
Pero los muertos vivientes pueden servir también para algo más sencillo, quizá menos egregio: nos preguntamos qué haríamos si nos viéramos perseguidos por individuos voraces, insaciables, sin alma. ¿Sin alma? Vaya, otra metáfora: parece que estamos rodeados de tipos de esa calaña.
Pueden perderlo todo. Ahora bien, mientras les quede cerebro para infligir el mal, para apoderarse de lo ajeno, para devorar lo apetitoso, nos acosarán. Es sintomático: no tienen cabeza –es decir, prácticamente carecen de inteligencia–, pero ahí los tienen, vivitos y coleando.
Sin ser una serie inmortal, The Walking Dead (2010, 2011) les ha devuelto a la vida. Con esta producción televisiva empezamos un post que tratará de ellos, de los zombis. Habrá conexiones en directo a revistas que traen noticias del más allá, como es el caso de Ojos de Papel. Y habrá enlaces a artículos y libros que recrean a los muertos, artículos y libros que aún no se han enfriado.
Dos. Aparece el nuevo número de Ojos de Papel. Ahora sí. Trae un menú muy completo. Para diferentes paladares. De todos los platos hay tres de difícil digestión: tienen que ver con los zombis. Los diré por el orden aparición:
Hay uno mío sobre The Walking Dead, una aproximación. Hablo de niños y de adultos. También de la sangre y el cuerpo de Cristo. Ustedes me perdonarán.
Hay otro de Alejandro Lillo, dedicado a La noche de los muertos vivientes, de George A. Romero, la película fundacional del género.
Finalmente contamos con una reseña en la que David P. Montesinos desentraña –en fin– Filosofía zombi, de Jorge Fernández Gonzalo.
Les ofrezco esto de momento. Para abrir boca.
Tres. La verdad es que es meterse entre muertos vivientes y las metáforas te salen sin querer. O queriendo. Leo la columna que Juan Planas dedicó días atrás a este asunto que aquí nos convoca y veo que compartimos intereses. ¿Su título? Metáfora de los zombis. 
Leo su artículo, en efecto, y veo que se extiende justamente sobre ello: sobre el uso figurado de estos monstruos. A él, los zombis le sirven para dos cosas. En primer lugar, para denostar a los ricachones que se han hecho de oro distrayendo fondos o caudales del erario público: ahí, en Mallorca, los tiene muy cerca. Y, en segundo término, para retratar el estado de una humanidad errabunda y desorientada que camina en manadas: más o menos nosotros, vaya.
Es raro que Juan Planas no haya dicho nada del aspecto repulsivo de los muertos vivientes. Es raro que no haya comentado que la piel, las vísceras y las carnes se les caen a pedazos. No le reprocho a nuestro amigo ese silencio: entiendo que la corrupción –o la putrefacción– es algo que nos repele.
Yo he tenido que hacer de tripas corazón para hablar de estas cosas. ¿De qué cosas? De la putrefacción. La de la carne, obviamente. Pero también de la que Juan Planas habla muy oportunamente: la corrupción económica. La verdad es que nos espantamos ante un zombi andrajoso. Pero la putrefacción material de los ricachos corruptos la toleramos muy bien. Será por eso por lo que la humanidad errabunda no se levanta contra la tiranía del capital: del capital riesgo, quiero decir.
Cuatro. En cierta ocasión, Juan Benet dijo algo que suscribo enteramente y que nos sirve para entender el éxito de The Walking Dead. Es posible que algún purista o académico se escandalice por citar al gran escritor para asuntos tan chabacanos, pues al fin y al cabo los muertos vivientes y la casquería nos hunden en lo más bajo. Decía Benet que el miedo (es decir, la literatura) empieza cuando un niño se pierde. Atención: el orden natural de las cosas es que los hijos sobrevivan a los padres, que la nueva generación reemplace a la anterior. Si un niño se extravía, todo está perdido, en efecto.
En el capítulo primero de la segunda temporada The Walking Dead están todas las claves verdaderamente importantes de esta producción. No es sólo una serie de zombis, sino una historia remotísima y por tanto mil veces leída o escuchada: la historia de niños perdidos, muertos, malheridos; la historia de unos niños a los que sus padres no podrán dejar un mundo mejor que el precedente. La serie capta muy bien el estado de nuestros malestares. Quizá vivamos bien, quizá podamos sobrevivir materialmente bien, pero qué futuro reservamos a nuestros hijos. Para los espectadores es probable que la impresión sea ésa: no hay porvenir asegurado, no hay una reserva de futuro que podamos garantizar.
La supervivencia está llegando a lo más elemental. Primero comer, desde luego. Hay unas hambres en el mundo que son como plagas bíblicas: masivas e inexplicables. O perfectamente explicables: en todo caso, castigos que las víctimas no se merecen. En otro tiempo, los bien nutridos podían echar la culpa a la indolencia de los subdesarrollados o la fatalidad. Ahora sabemos que no hay tal fatalidad. Muchos carecen de lo fundamental cuando podría no ser así.
Pero el futuro también se tambalea en Occidente. ¿Recuerdan ustedes algún momento histórico cercano en que hayamos sentido tanta desazón? The Walking Dead llega en un momento adecuado: su recepción se ajusta a los malestares que padecemos, también muy elementales. Los zombis son nuestros monstruos actuales y tienen una ventaja frente a otras entrañables bestias: carecen de alma, de ánimo, de sentimiento, de sentido. Ni siquiera son propiamente animales que coman para calmar sus hambres. En realidad, son figuras espectrales que con torpeza de movimientos y voracidad insaciable nos zampan.
¿Recuerdan Entrevista con el vampiro (1994)? Los personajes que encarnaban Brad Pitt, Tom Cruise y otros eran tipos dolidos y dolientes; eran varones muy apenados: bellos, eternamente jóvenes, pero siempre insatisfechos. Además se sentían culpables. Qué bello giro dio el mito vampírico: del temible e impenitente Conde Drácula a los neogóticos que inspiró la novela de Anne Rice. Punto y aparte.
El vampiro de Bram Stoker no era «un héroe del romanticismo individualista burgués», según señala David P. Montesinos en su artículo de Ojos de Papel. En absoluto. El Conde Drácula es un viejo noble feudal que sobrevive lastimeramente a una eternidad de siglos, un tipo extraviado que llega a un tiempo que no es el suyo: a una época (la romántica, la individualista, la burguesa) en la que es un extraño. Allí está enajenado y de hecho se maneja muy mal con las nuevas reglas y convenciones del capitalismo británico. Sabe que hacia 1897 Inglaterra es el centro del mundo, sabe que debe ir allá para adueñarse de lo que no le corresponde. Y sabe que los burgueses británicos, esas middles classes, son arrogantes. Se han apoderado del mundo moderno con los mares y con la industria, con el comercio y con el ejército. Pero él, el viejo Drácula, podrá hacer suyo todo eso que los nuevos usurpadores han conseguido.
El Conde sabe que juega una partida de suma cero: lo que los británicos ganen él lo pierde. Y él pierde el sustento, la tierra y la sangre, su principal nutriente. En un pasaje de su obra, Marx habló de los burgueses –a los que tanto admiraba por otra parte– como una suerte de vampiros. Más concretamente dijo: «El capital es trabajo muerto que sólo se reanima, a la manera de un vampiro, al chupar trabajo vivo, y que vive más cuanto más trabajo chupa».
Marx se vale de los vampiros como metáfora y utiliza los recursos culturales que están a su alcance. Pero en la encarnación de Stoker, Drácula no es el capital, el Capital. Es, insisto, el noble feudal trasnochado (vaya que sí) que lucha penosamente por hacerse un hueco y algo más en la sociedad burguesa: una sociedad que ha de proteger a las mujeres, seres presuntamente virginales que están en peligro. Especialmente en la gran ciudad. Diigo esto y recuerdo un libro de historia cultural que lo expresa muy bien: La ciudad de las pasiones terribles (1995), de Judith R. Walkowitz.
Pero dejo el siglo XIX para regresar al mundo de hoy. Los zombis tienen larga vida y, sin duda, La noche de los muertos vivientes, que analiza con tino Alejandro Lillo, es un momento fundacional. Pero, atención, The Walking Dead no es una serie pensada para los fans de este género. No es una producción concebida para satisfacer el apetito de los adeptos. Es una historia de muertos elementales y feroces que atacan lo que debe ser preservado: la comunidad primaria. ¿Película de caravanas? Sí, desde luego. En eso coincidimos Lillo y yo. Pero no es sólo un Western.
Es sobre todo una historia de miedos ancestrales y primarios. Comprenderán que muchos espectadores puedan sentirse interesados por saber si Rick Grimes y los suyos sobrevivirán, si su hijo sobrevivirá, si la niña perdida sobrevivirá: si habrá futuro para ellos. Como decía Juan Benet, insisto, así comienza toda historia primitiva. Así empezó el relato esencial. ¿Qué pecado hemos cometido para que un niño desaparezca? ¿Por qué Dios consiente este dolor?
¿Primitiva, he dicho primitiva? Los primeros hombres, nuestros antepasados más remotos, empezaron a enterrar a los muertos colocándoles encima una losa bien pesada. ¿Para qué? Para que no salieran…

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