Que el mundo no se nos venga encima

Uno de los géneros que mayor interés despierta entre los lectores académicos —y que yo, personalmente, prefiero— es el del ensayo filosófico o sociológico sobre el presente político, sobre el mundo actual. Digo “prefiero” porque no por casualidad imparto una materia universitaria que se llama Historia del mundo actual.

El ensayo sobre lo que acontece, o sobre la historia inmediata, evidentemente nos da pistas acerca del mundo que se nos viene encima, ese mundo en que vivimos, un mundo que se nos antoja desbocado o frecuentemente desbocado.

La imagen es recurrente. Como un caballo propiamente desbocado, la bestia marcha al galope en dirección imprevisible, cambiante, tanto que parece haber olvidado su doma. Si el mundo se parece en algo a esto, es normal que las mentes más preclaras de los académicos y analistas se apresten a investigar qué ha pasado, qué está pasando, qué puede pasar.

Nos va la vida en ello. De ser cierto lo anterior, cabalgaríamos a lomos de un caballo desbocado, ¿no es cierto?

Escribir un ensayo que frene, que nos frene, que ilumine, que aclare, parece ser la meta de quien lo escribe, pues. Es la suya —la de historiadores, sociólogos, politólogos, etcétera— una acción benemérita: nos ayudará a muchos contemporáneos a entendernos, dándonos cuenta y razón de lo que apenas entendemos.

Ocurren tantos hechos insólitos, imprevistos, que necesitamos una explicación cabal de lo sucedido. Eso se da en la vida colectiva, pero lo padecemos en la existencia de cada uno de nosotros: testigos, protagonistas o convidados de piedra en un mundo cuya marcha y cuyo significado ignoramos. Se hace costoso vivir así.

Supongamos… Imaginemos que eso mismo (lo azaroso, lo contradictorio y lo imprevisto) nos acaeciera constantemente a cada uno, en nuestra propia existencia individual. Vamos, que se nos viniera encima cada dos por tres. En ese caso, cada uno tendría urgencia por aclarar qué le ha pasado, qué le está pasando, qué le puede pasar. Tanta novedad nos resultaría asfixiante, un puro aturdimiento.

Las rutinas nos ayudan a no pensar demasiado, a no cavilar en exceso, a resolver por hábito y con sentido práctico lo que hacemos cada día. Sería muy cansado y hasta agotador innovar cada día, que nuestro cotidiano acontecer fuera una auténtica aventura.

Lo previsible nos ahorra cogitaciones y acciones. La rutina es economía de medios y de actos. Por eso llevamos mal o muy mal la incertidumbre, ese azar que rompe lo cotidiano no siempre para bien. Los individuos se sirven de hábitos que ni siquiera ellos han inventado.

Y las instituciones, las empresas, las administraciones se sirven de reglamentos bien prescritos, fijados y establecidos. Eso permite saber de antemano qué va a hacer cada uno y qué cabe esperar de los otros y de la propia organización. Gracias a este orden, el mundo de las empresas y de las instituciones marcha con normalidad, salvo imprevistos, y por ello se pueden hacer planificaciones.

Ahora bien, somos tantos en el mundo y son tantas las organizaciones, asociaciones, gobiernos, empresas, etcétera, con metas tan distintas, con objetivos tan diversos, que el mundo siempre está en tensión y hay momentos en que está al borde del desorden y hasta del caos.

Hay colusiones y colisiones, hay alianzas y hay enfrentamientos por los recursos o por los objetivos y eso y otros azares hacen que el planeta parezca estar frecuentemente al filo del abismo o del prodigio, de la buena suerte o de la pura chiripa de efectos ignorados.

Las guerras mundiales, por ejemplo, son casos bien evidentes. En ambos conflictos, la consumación de las fricciones lleva las naciones al desorden y al caos, a la destrucción. Esas fricciones se basan en informaciones, una parte de las cuales son correctas y otras, no.

Además, la acción de los futuros contendientes se basa también en un cálculo o previsión. ¿Obrará racionalmente, razonablemente, mi potencial enemigo? Ni los expertos más consumados y con mejores informaciones están seguros. De repente, el individuo, hasta el individuo más motivado, se sorprende de la deriva catastrófica o sencillamente imprevista de los acontecimientos y de sus consecuencias.

Cambiemos de ejemplos. Pensemos en el fin del Proceso de Reorganización Nacional (el cese de la dictadura en Argentina, 1976-1983). O pensemos en la caída del Muro de Berlín (1989). En estos casos había numerosos indicios más o menos inmediatos o inminentes de que tales cosas podían pasar.

Pero hasta los expertos más refinados (los sovietólogos, sin ir más lejos) no pudieron anticipar en masa y con mucha antelación lo que finalmente ocurrió en la URSS. Una cosa es desear que algo suceda y otra bien distinta es saber a ciencia cierta que eso sucederá.

Y cuando sucede, si no somos unos cínicos o mentirosos, no dejamos de sorprendernos. Es entonces cuando nos preguntamos por qué, cómo fue posible, qué lo provocó: las guerras o el final de la dictadura argentina o el fin del Imperio soviético. O tantos fenómenos colectivos que cambian el mapa del mundo o de una región.

Las instituciones y las empresas encargan sus informes, esos exámenes bien pagados hechos por expertos. Necesitan saber cuáles son y sobre todo serán las condiciones de sus respectivos mercados o ámbitos de intervención. Pero hay también otros expertos, que son académicos generalmente universitarios, que publican sus ensayos de actualidad, sus livres de circonstances.

¿Y qué verificamos? Pues lo falibles que son esos estudios, lo perecederos. Muy frecuentemente, con los mejores datos y las mejores informaciones, las mejores cabezas yerran, yerran tanto, que esos libros que leemos nos dejan pronto insatisfechos. Raro es volumen que nos convence duradera y enteramente y, por ello, persistimos como lectores.

Persistimos, pero para luego corroborar incluso nuestro propio error, tan frecuente. O eso creemos. Confirmamos que lo que en sus páginas creíamos acertado resulta finalmente erróneo y aquello otro que considerábamos equivocado era lo correcto. Un lío, pues, que nos hace persistir.

Y por ello leemos mas, leemos durante décadas, y a la postre así pasa: que acumulamos erudiciones inválidas, arruinadas, desechadas. Nos hacemos una cultura sociológica o filosófica o histórica de museo o ya descartada.

Pero de todo se extrae lección. O, como decía Umberto Eco, un libro es como un cerdo. De sus partes, todo se aprovecha. Y, de esos libros sobre el presente pronto desfasados, todo se aprovecha también.

Los escriben sociólogos, historiadores, antropólogos, filósofos, politólogos y economistas. Los escriben ante cada cambio profundo, inesperado o con consecuencias graves y duraderas.

Estos académicos nos dan su visión documentada de los hechos actuales y nos muestran el proceso que nos ha llevado hasta el presente. ¿Son certeros? ¿Observan y detallan con precisión?

Pues depende, claro, y hasta de los desaciertos más clamorosos, de los diagnósticos y pronósticos más erróneos, podemos aprender, ya digo.

Por lo que hemos podido constatar, para unos pocos casos que son excepción jovial u optimista, esos ensayos suelen tener casi siempre un tono pesimista, incluso fatalista. Si repaso la nómina de los volúmenes que he leído sobre estas materias desde 1989, me doy cuenta de que, salvo el momento inmediato a la caída del Muro de Berlín, todos suelen ser sombríos.

Esos libros suelen destacar la desazón, las disfuncionalidades, la desafección política, el deterioro democrático, la emergencia de los extremismos, el terrorismo global, la multiplicación del riesgo, la constatable decadencia, el daño ecológico, la más absoluta incertidumbre. Citemos unos pocos de los últimos años, algunos de esos libros esencialmente políticos que diagnostican el malestar y que periódicamente quedan obsoletos pues los síntomas también cambian.

Algo va mal, de Tony Judt, Pensar el siglo XX, de Tony Judt y Timothy Snyder, Veinte lecciones que aprender del siglo XX, de Timothy Snyder, El camino hacia la no libertad, de Timothy Snyder, La luz que se acaba, de Ivan Krastev y Stéphane Holmes, Cómo perder un país, de Ece Temelkuran. Etcétera, etcétera. Describen el deterioro del Estado del Bienestar, la crisis política del mundo tras el final de la Guerra Fría, la emergencia del autoritarismo.

En esos diagnósticos, la desaparición de la URSS, no habría dado lugar a la promesa de democracia universal que nos anunciara Francis Fukuyama en su célebre ensayo sobre El fin de la historia (1989). Reparemos brevemente.

La victoria del liberalismo sobre el comunismo le permitía a Fukuyama augurar el fin definitivo de “la alternativa marxista-leninista a la democracia liberal”, así como “el completo agotamiento de sistemas alternativos viables al liberalismo occidental”.

En tales circunstancias, la “democracia liberal occidental” se convertía en “el punto final de la evolución ideológica de la humanidad”. Y, así, dado que “los principios básicos de los estados liberal-democráticos” son “absolutos e inmejorables”, lo único que restaba por completar era la extensión de “estos principios por toda la geografía, de manera que cada una de las distintas regiones habitadas por la civilización humana alcanzase el nivel más avanzado posible”.

Como sabemos, las expectativas de Fukuyama podían tener un sentido normativo, pero nada predictivo. Por ello el mapa posible de la democracia venidera no se cumplió, lo que no empaña los valores de la democracia y de la declaración universal de los derechos humanos como fundamento normativo de la democracia.

Ésta, la democracia, es el régimen más civilizado y deseable, pero ni su funcionamiento es siempre ejemplar (ni mucho menos), ni se ha extendido por el mundo. Lamentablemente no todos comparten la evidencia de sus bondades.

Antes al contrario, la Europa del Este, en diversas partes y con distinta cronología, se habría ido convirtiendo en un espacio de regímenes autoritarios y populistas. Eso sí, esa región tendría su propio zar o remedo del zar con la figura de Vladímir Putin como principal responsable de una política crecientemente oligárquica y antidemocrática, y marcada por un nacionalismo ruso y cristiano de proporciones inverosímiles.

Por su parte el oeste, el occidente capitalista, también habría ido deteriorándose, en una deriva de tendencias igualmente populistas, amenazadoras y liquidadoras del Estado social, del Estado del bienestar, de la sociedad del bienestar construido a partir del pacto de posguerra. La figura epónima de esta deriva, de este deterioro, estaría encarnado por Donald Trump.

Muchos, pero muchos ensayos políticos de última hora (de penúltima hora, mejor dicho) trazan el estado del antiguo mundo bipolar en estos términos. A esa radiografía simple que aquí abrevio por razones obvias se añaden en mayor o menor medida otros factores disruptivos: el cambio climático, la amenaza fundamentalista, la rivalidad de los distintos polos asiáticos y la presunta fatalidad del subdesarrollo del Tercer Mundo.

Habrá que seguir aprendiendo de los que saben, de quienes escriben con los mejores datos y con los pensamientos más equilibrados y audaces, pues cada día hay factores nuevos que invalidan o dañan hasta las radiografías más finas y exhaustivas.

El mundo —leemos en un pasaje apocalíptico e irónico de El nombre de la rosa— “siempre está a punto de acabar”. Pues por eso mismo habrá que seguir leyendo diagnósticos acerca de su estado, habrá que armarse y amueblarse bien la cabeza, aunque las piezas queden pronto obsoletas, no sea que ese mundo se nos venga encima por falta de cerebro.

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