Un varón, solo o acompañado de otros, viaja por la Europa del Ochocientos. Lo hace en tren, en diligencia, en barco, recalando en puertos de tránsito o de destino.
Olvídense por un instante del presente angustioso y convulso que vivimos. Ingresen con nosotros en un mundo distinto y a la vez parejo.
Hay una grieta en el tiempo por la que aventurarnos. Estamos ya en la segunda mitad del siglo XIX. El mundo anda desbocado y acelerado, según ciertos observadores. Tal es el vértigo del progreso.
Soltero y luego ya con su esposa, ese varón a quien acompañamos visita las principales capitales y se tropieza con celebridades del momento.
Con él frecuentamos los centros turísticos. Acudimos a los mejores restaurantes, asistimos a los espectáculos más sorprendentes y accedemos a los lugares, clubs y comercios más ‘fashionables’.
Es un comerciante y es un propietario. De estirpe burguesa. De linajes valencianos, vascos e irlandeses. Contacta y tiene relación con amigos, socios y corresponsales en Inglaterra y en Francia. Conoce a gente de otro tiempo.
¿Se imaginan?
Este caballero admira la modernidad, el avance del siglo, sus novedades. Disfruta con los logros técnicos, se felicita (y nosotros con él) por ser testigo y usuario y beneficiario del ferrocarril, de sus locomotoras.

Advertimos, podemos sentir, qué supone el tren para los europeos del siglo XIX, para aquellos que ven por vez primera un convoy ferroviario, una máquina humeante, los vagones que transitan por un camino de hierro.
Hasta ese momento no se ha vista nada parecido.
Por un lado, el tren es un gran avance que puede materializar los sueños humanos de libertad de movimientos, un adelanto que puede incrementar la interconexión y las relaciones de los distintos y extraños.
Por otro, precisamente, altera la seguridad de lo obvio, de lo heredado, una auténtica irrupción de lo externo en las ciudades históricas, frecuentemente amuralladas.
Ya no hay barreras, dicen los más optimistas; ya no hay confines, ya no espacio, por alejado que esté, que no se pueda franquear.
Todo un continente se abre al tránsito, obligando a los contemporáneos a cambiar sus modos de mirar la realidad.
Es ya un tópico asociar el impresionismo y el ferrocarril: la velocidad que puede alcanzar la maquina de vapor aplicada al transporte no sólo es un logro material.
Es, particularmente, un cambio en la percepción del paisaje, en la idea misma del tiempo, de lo accesible, de lo distante.
Esto que más arriba anoto es una síntesis apretadísima del nuevo volumen que Anaclet Pons y yo publicamos con Barlin Libros, que dirige Alberto Haller. Es el libro que mayor esfuerzo y años nos ha costado y el volumen que mayor dicha nos ha procurado.
A comienzos de mayo estará en librerías.
Quienes lo lean podrán acompañarnos, disfrutando o padeciendo de los vaivenes del convoy ferroviario, de los traqueteos de los vagones, de los mareos provocados al atravesar el Canal de la Mancha.
El mundo marcha y los transportes surcan el territorio europeo. El ferrocarril es portador de bienes y mercanías, de pasajeros, pero sobre todo acarrera y difunde las novedades que a tantos deslumbran.
El ingenio ferroviario conmociona y atemoriza, despierta expectativas de comunicación y apertura y, a la vez, amenaza.
Con el tren del Ochocientos asistimos a un trastorno de las evidencias, de los marcos de referencia y de las maneras de representar el presente y el pasado, la historia misma. ¿Qué es lo cercano, lo accesible, lo archivado, lo real, lo pretérito, lo actual?
El mundo burgués, el mundo de ayer, visto en clave microhistórica. El pasado de nuestros ancestros, con su sociabilidades y excentricidades, con sus hábitos comunes y sus audacias. ¿Cómo comían, bebían, amaban? ¿Cómo y dónde negociaban y cómo y dónde descansaban? ¿Cómo morían?
París, Londres, Madrid, Barcelona, Aviñón, Ginebra, Lisboa, etcétera. La cultura europea y los europeos. ¿Se imaginan? ¿Cómo era vivir antes de 1914?
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Justo Serna y Anaclet Pons,
La ciudad futura. Viajes por la Europa burguesa.
Valencia, Barlin Libros, 2022.
En mayo en librerías.