- Oh, qué horror (2022)
Me entero por Álvaro Pons de la muerte de Óscar Gual (1973-2022). Óscar Gual Boronat (Gandia) era Doctor en Historia (2008) y Máster en Gestión de Servicios Culturales (2001) por la Universitat de València, donde ejerció como profesor asociado en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea desde 2016.
Óscar fue un hombre de fina y socarrona sensibilidad. Fue una persona inteligente, avispada, las cazaba al vuelo.
Fue alumno, le dirigí la tesis doctoral.
“Sepa, señor Gual”, le dijo el presidente, Román Gubern, “que es usted un pionero”, refiriéndose a su disertación doctoral, que obtuvo la máxima calificación por unanimidad.
Después nos reencontramos como docentes en el Departamento de Historia Moderna y Contemporánea.
Era elegante, discreto y capaz de chanza.
La suya fue historia cultural de primera y su autor fue capaz de hablar con solvencia de cómic, de ilustración, de comunicación. De Historia.
- Preferiría hacerlo.
El cómic como ilustración (15 de julio de 2013)
Aunque no lo sepamos, somos sucesores de Roberto Alcázar y Pedrín. Aunque lo ignoremos, somos herederos del Guerrero del Antifaz.
El tebeo, el cómic, la novela gráfica –como quieran– son instrumentos culturales, medios de socialización, de instrucción.
¿Qué hacía la juventud española de posguerra? ¿Qué leía? Papel barato, viñetas, texto. Imagen y leyenda, bocadillo y figura: durante el franquismo, los tebeos eran alimento espiritual, nutriente ideológico.
Varones apuestos y engominados, muchachitos atildados, guerreros contra el mal. Aquél era un mundo de hombres y era una España de Cruzada.
El bien contra la perfidia.
¿Y las mujeres? Tenían un papel ancilar, secundario: por un lado, eran bellezones; por otro, eran damas angelicales.
El cómic tuvo una época de esplendor en esa España raquítica. Y Valencia, con su industria editorial, cumplió un papel básico.
Aquellas historias permitían imaginarse en parajes distantes y exóticos, permitían arribar a destinos universales. Pero facilitaban también lo propio, realzar esa patria siempre amenazada y a la vez valiente.
El cómic de varones era escuela de machismo y de patriotismo. Un mundo en miniatura. De sus expresiones, de sus fantasías y de sus imágenes aún somos deudores.
Óscar Gual realizó una tesis espléndida dedicada a estos asuntos. Yo tuve la fortuna de dirigir ese trabajo de investigación, del que aprendí mucho.
Por otra parte, los temas, las figuras, los personajes, las circunstancias que abordaban no me eran ajenos. Yo había vivido y leído aquellas historias como niño de la posguerra tardía.
El tribunal, formado por expertos, lo presidía Román Gubern. Aún recuerdo los elogios que el profesor catalán le dedicó.
Óscar Gual se formó con una tesis de historia cultural y ahora nos entretiene y nos enseña con un libro que es hijuela de aquella obra.
El volumen se titula Viñetas de posguerra (PUV, 2013). No se lo pierdan: es de una sutileza desarmante. Y descacharrante.

Tengo la dicha de participar en su presentación: con Álvaro Pons y con el autor. El acto se celebra el 19 de julio [de 2013] a las 19 horas en la Librería Bartleby (C/ Cádiz, 50, de Valencia).
Me gustará decir unas palabras en favor de este inteligente libro, me gustará compartir la presentación con Álvaro Pons y me gustará estar en una librería que lleva el nombre de un personaje adorable: el escribiente Bartleby, de Herman Melville.
Con estos compadres siempre me gustará, siempre preferiría hacerlo.
- Historias e historietas (16 de enero de 2014)
¿Cuál es el poder de la creación? ¿Para qué sirven la literatura y la cultura, el grafismo y el ilusionismo? ¿Para qué sirve la fantasía?
De entrada, para nada útil. Si somos fantasiosos, poca ventaja obtendremos. Al menos, la ilusión no puede emplearse inmediatamente, con un objetivo práctico. Las ilusiones no desempeñan funciones operativas: no son herramientas.
Las novelas, las novelas gráficas, las historietas, los tebeos no tienen una utilidad instantánea, pues. Pero son un medio de conocimiento y de instrucción moral.
Aprendemos cosas: del aspecto de los personajes, de las circunstancias de los caracteres, de los episodios que viven o padecen.
Y nos sirven para cotejarnos, para comparar lo que hacemos con lo que hacen esos personajes reales o inventados.
Los artefactos culturales, los relatos escritos, gráficos o audiovisuales, nos enseñan qué es el bien y qué es el mal, cómo obran algunos para achicar ese mal o para facilitar el bien.
O, como diría Carlo Ginzburg, la cultura aumenta y entrena la imaginación moral: nos permite mirar y evaluar las conductas ajenas para así examinarnos a nosotros mismos según el principio de realidad.
Pero la cultura también es una enmienda de lo real, de esa realidad que se nos impone y que frecuentemente nos sofoca.
O por decirlo con frase de Cesare Pavese mil veces repetida: la cultura es una defensa contra las ofensas de la vida, una forma de enfrentar las afrentas ordinarias, esas cosas que nos ocurren y cuyo padecimiento tratamos de calmar.
¿Cuál es el principal daño que padecemos?
El hastío, sin duda. ¿El segundo dolor? La expiración, la muerte, por supuesto. La cultura es un instrumento glorioso, humano y elemental para retrasar esa muerte. O para compensar lo que la existencia nos arrebata.
Con los artefactos de la cultura nos engañamos, nos ilusionamos, nos creemos mejores o superiores, nos confirmamos o nos conformamos.
O, como diría Sigmund Freud, nos proyectamos para identificarnos, para sublimar lo bajo, lo ruin, lo penoso.
Las composiciones culturales son también un repertorio de voces, la restitución de los lenguajes que hablan los distintos personajes, esos que son duplicado o mala copia de personas reales y que leemos en las historias e historietas.
¿Cuál es el resultado de estas operaciones?
Cuando nos adentramos en una novela o en un cómic es probable que leamos una suma de documentos posibles, textos con diferentes sintaxis y con distintos narradores, por ejemplo, que se expresan con variados giros y signos.
Es probable que los veamos de modo distinto. Saber captar esa diferente entonación de los personajes hace grande a un autor y nos hace experimentar la verosimilitud de lo contado o mostrado.
Dentro de mí conviven muchos sujetos posibles, pero de esos personajes no lo sé todo: querría conocerlos, incluso caracterizarlos con precisión, hacer de ellos un ordenamiento.
Eso mismo declaraba Honoré de Balzac en 1842, en el prefacio de La comedia humana. Pero ya no estamos en el siglo XIX.
Frente al candor de Balzac –la posibilidad de presentar el elenco completo de los tipos humanos–, reconocemos la dificultad de saber cómo son de verdad los individuos: los reales y los literarios, los históricos y los inventados, los internos y los externos, los novelísticos o los tebeísticos.
Entre la transparencia y la negrura, el lector se empeña en conocer a esos interlocutores reales o imaginarios de los que algunas cosas se dicen y otras no, hablantes de un mundo interior o exterior, una pluralidad de gentes que no siempre nos dejan en paz.
Desempeñamos papeles diferentes, pero tenemos también significados distintos. Sólo la realidad y la vigilia nos obligan a establecer sucesiones obedeciendo variados códigos.
Además, a esas muchas cosas que somos se añaden las que no somos pero con las que especulamos o cavilamos: las suposiciones que hemos desechado o los objetivos que hemos abandonado. O esos personajes que hemos hecho nuestros, esos tipos cuyas experiencias nos sirven para evaluarnos.
Lo no ocurrido también forma parte de nuestro yo virtual. Lo potencial nos pesa tanto como lo acaecido y experimentado propiamente.
Y por eso también la cultura nos hace sumar lo que no hemos consumido o vivido. El despliegue de vidas posibles también enaltece lo cotidiano, cierto, pero ese hecho nos hace ver lo accidental de lo que realmente vivimos.
Vivimos más gracias a la hipertextualidad y a la hiperrealidad, decía Umberto Eco. Son instrumentos que multiplican los usos de la escritura y de la existencia, cierto.
Nos quitan las rutinas dándonos posibilidades de restaurar lo pensado, lo escrito, vivido… virtualmente. Pero la vida de cada uno se acaba.
Los artefactos culturales son textos cerrados con un número variable de palabras, con un número limitado de personajes y situaciones. O de viñetas.
En principio, no es posible modificar esas palabras, esos personajes, esas situaciones, esos dibujos.
Parece una trivialidad, pero no lo es: el lector, capaz de rehacer el sentido una y mil veces al final tropieza con un texto y con unas imágenes que son como son, que no tienen remedio ni desenlaces varios, alternativos.
Descubrir que la existencia se acaba, que las páginas se acaban, que las novelas o las historietas se acaban es hoy en día una enseñanza muy provechosa, una lección de humildad para todos nosotros, los usuarios de lo virtual.
Y fin. Pongo fin. Quiero ser breve. Yo no puedo acompañarles en Gandía en la presentación de Viñetas de posguerra (PUV, 2013), de Óscar Gual. ¿Acaso por el mucho trabajo? No es trabajo ni docencia; es dolencia.
Lo que quisiera es pedirles disculpas por no poder estar ahí. Ese malestar inespecífico al que llamamos gripe me impide desplazarme: primero gripe, luego bronquitis, ahora afonía. Nada grave: un trancazo, una molestia general. Es tan pedestre mi malestar que resulta hasta divertido.
Hoy resulta gracioso, sí. Hace unos años, este cuadro vírico me podría haber matado. La historia sirve, por ejemplo, para estas cosas: para saber a qué nos enfrentamos.
El malestar no es cosa de broma ni de amenaza, sino de circunstancia: podemos bromear si tenemos recursos, defensas y conocimientos. Y conocimiento.
No le daremos más vueltas. Me encuentro mal y no puedo acompañarles. Y bien que lo lamento.
Punto y aparte.
Óscar Gual es un tipo serio, formal, trabajador y muy agudo, muy ingenioso. Su análisis del cómic de la posguerra española es sencillamente abrumador, canónico.
Quiero decir: examina Roberto Alcázar y Pedrín (1941) y El guerrero del antifaz (1944) y observa con detalle y detenimiento los menores indicios para sacar provecho.
Es como un minucioso entomólogo (perdonen el tópico): un analista que ajusta la lente para ver lo que a simple vista no se distingue.
Lo cual es paradójico, pues las historietas fueron concebidas para ser vistas sin esfuerzo, para ser absorbidas sin digerirlas.
Sin embargo, todo artefacto cultural tiene contexto y tropezones: a poco que paladeemos el producto advertimos lo que por desidia no advertíamos.
A Óscar Gual no se le pasa nada. Y lo hace con una prosa correcta, atractiva, por momentos cautivadora. Le dirigí la tesis doctoral y bien que me felicito de ello. El tribunal era de postín y la evaluación fue la máxima.
No se pierdan este libro, Viñetas de posguerra. Yo aprendí mucho del franquismo gracias a las fantasías anacrónicas de los dibujantes.
El franquismo fue un régimen fantasioso y fantasmagórico: como son los tebeos. Pero fue también un sistema cruel, represivo.
El cómic permitió sobrellevar lo que era crueldad y malestar.
Óscar Gual nos lo hace ver sin condenar a quienes concibieron aquellas historietas y a quienes disfrutaron aquellas historias.
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