¿Por qué nos escribimos?

Uno. ¿Por qué nos escribimos? Porque buscamos un interlocutor con quien tratarnos. Si tenemos suerte, hallaremos un destinario que nos corresponda: precisamente alguien que ejerza de corresponsal. Nos haremos  mutuamente accesibles. Qué placer.

Digo eso y me corrijo. Nuestro buzón de correo electrónico, por ejemplo, se nos llena de mails no deseados, a veces falsos o insultantes. Insólitos. Sin ir más lejos, no hace mucho me escribió un antiguo rey africano que pedía una ayudita, un préstamo para recuperar el trono. En un inglés trabajoso que yo entendía fácilmente… Digo «me escribió» y debo corregirme inmediatamente. Supongo que miles y miles de destinatarios fueron sondeados por el soberano con el fin de obtener dólares o euros.

Otro caso. Hace un par de meses recibí la comunicación de una presunta belleza eslava que quería establecer relaciones conmigo. Así, por las buenas. Me proponía el envío de mi foto. Por supuesto no respondí, eliminando ese mail: imaginaba que la supuesta dama sólo era un virus o una artimaña de estafadores.

Dos. ¿Por qué antes nos escribíamos cartas? Pues precisamente porque esperábamos respuesta. La carta es como un regalo: si la recibes, de algún modo quedas obligado a responderla. No ocurre lo mismo con el correo electrónico: con éste siempre puedes no contestar, haciéndote el sueco. En cambio, la carta entraña un esfuerzo por parte de quien nos la envía. Al recibirla no queriamos incurrir en descortesía y, por eso, la respondíamos. Se establecía así una red de obligaciones, una prestación que exigía una contraprestación.

Es posible que los lectores más jóvenes de este blog jamás hayan escrito empleando el correo postal. Era un tarea laboriosa. Había que buscar un sobre, que en casa –en la escribanía– nunca teníamos; había que ponerle un sello, esa gabela; había que emborronar unas cuartillas, con atención, con cuidado. Y había que ponerse a escribir. Era un mundo paulatino, de escritura demorada, de expectativas lentas.

Durante años, yo escribí numerosas cartas, cartas de protesta dirigidas a grandes empresas comerciales. Era a mediados de los noventa y resultó  un juego divertidísimo. Si a mi hijo mayor le faltaban matutazos en su bolsa de papas, si su número era inferior al consignado en el envoltorio, ya estaba yo mandando una carta con retórica dolida. «Nunca creí que su empresa, tan prestigiosa en el ramo de las chucherías, podría llegar a defraudar las expectativas de mi hijo», escribía, por ejemplo. Las mandaba al departamento de atención al cliente. No mentía: cuando remitía esos escritos era por un defecto real, cuyos efectos emocionales yo exageraba.

Así pasé de las chucherías infantiles a las protestas de consumidor adulto y así obtuve reparaciones de Bonka, de Cruzcampo, de Heineken, de Danone, de Telefónica…: para mí, para mi padre y para algún amigo. Yo sentía una gran emoción cuando abría la carta que me mandaban los jefes de los respectivos departamentos comerciales.  Los representantes de las empresas se me dirigían con gran corrección e incluso con gran temor. Me trataban como a un rey, como al rey consumidor que era y al que ellas debían rendir servicio.

Tres. «Tengo toda la correspondencia abandonada. Eso no puede ser. Y menos puede ser que yo no le escriba. Guardo todas sus cartas –no guardo cartas de nadie, excepto las suyas– como un regalo inmerecido», leo en una de las misivas que Carmen Laforet escribe a Ramón J. Sender.

Esas palabras textuales estás fechadas el 25 de julio de 1966 y, como otras, se recogen en un volumen emocionante, de una gran ternura: Puedo contar contigo. Se trata del epistolario que se dirigieron Carmen Laforet y Ramón J. Sender entre 1965 y 1975. Está editado por Israel Rolón. Me lo ha prestado R. S. R. muy amablemente y es un disfrute, un examen de la naturaleza humana.

Es de una suma de intimidades y es también una lección de correspondencia: de cómo escribir cartas, de los compromisos que se adquieren al recibirlas, de las fórmulas de cortesía con que has de tratar a tu corresponsal, de la familiaridad creciente a que nos lleva la escritura espistolar. ¿Hasta qué punto confiesas lo que sientes en una misiva que diriges a un destinatario distante y afectuoso?

Los historiadores nos interesamos mucho por los epistolarios, una documentación privada que puede revelar perfiles desconocidos de los personajes históricos, de unos interlocutores más o menos parlanchines, confesiones que son datos, datos que son estados de ánimo, síntomas de un modo de estar en el mundo.

Las cartas de Laforet y Sender son de una gran belleza  y son también un descubrimiento personal: dos solitarios, dos escritores excéntricos, ajenos a los mentideros literarios de Madrid, se profesan mutua admiración, un cariño creciente y un afecto tierno, en algún caso propiamente amoroso.

Al leerlas ahora experimento un sentimiento extraño, ambivalente: averiguo cosas que no me estaban reservadas, descubro debilidades que me sorprenden, constato la bondad de que los individuos pueden revestirse, confirmo el autoengaño con que el ser humano se consuela. Me adentro en este epistolario gracias a la gran biografía que han escrito Anna Caballé e Israel Rolón (Carmen Laforet. Una mujer en fugar), la obra que presenté en Barcelona días atrás. Y lo hago para certificar el buen tino de los biógrafos, la interpretación sensata, recta y piadosa que han hecho de la vida de Carmen Laforet.

Pero lo hago también con la curiosidad que toda correspondencia me despierta. Y veo que lo común es que los autores se reprochen a sí mismos sus demoras, sus silencios, sus rutinas, sus descortesías. Es un mundo antiguo, de virtudes epistolares y morales, de deberes a que obliga la amistad.

Cuatro. He escrito sobre las cartas o mails que remitimos o remitíamos a nuestros destinatarios, sobre aquello que recibimos o recibíamos. En uno u otro caso, lo normal es que nos hagamos mutuamente accesibles, que nos tratemos y respondamos. Miro ahora el buzón de mi correo de la Universidad y me dice que tengo 189  mails no leídos, casi doscientos que yo no habría contestado. ¿He de sentirme culpable? Podría desechar la mayoría. ¿Los he leído en realidad? Si pudieran prescindir de ellos inmediatamente, los habría eliminado ya. La mayor parte los he leído para luego marcarlos como nuevos, en espera de ser respondidos adecuadamente.

¿Qué cabe pensar? ¿Acaso soy un abandonado y un descortés? Hay una parte de desidia, sin duda. ¿Desidia? Ésa era siempre la palabra que decía mi padre si quería reprenderme. Así era. Por ejemplo, cuando comprobaba que en mi casa faltaban las herramientas básicas para realizar o completar ciertas chapuzas domésticas en las que él era tan habilidoso: un destornillador de estrella extraviado, un martillo grande desaparecido, una llave inglesa perdida. Quita, quita, me decía, desplegando un kit de utensilios de campaña.

Si mi padre hubiera llegado a usar el correo electrónico, no se le habrían acumulado mails: simplemente de modo resolutivo habría dado respuesta proporcionada a cada uno de ellos. Y habría hecho copia o registro de los mismos y en estos momentos yo dispondría de su archivo electrónico. Hay colegas que hacen eso: conservan aparte los correos que escriben o reciben para así tener su correspondencia completa e incluso para así legarlos a la posteridad, como si de un epistolario se tratara. Me parece interesante la operación, aunque algo fatua. ¿Quién podría estar interesado en las minucias que yo escribo privadamente?

Pero digo todo esto para volver al correo no consumado, esas cartas que no llegaron a su destino. ¿Qué podrían expresar? Si digo esto, pienso seguidamente en Bartleby, el escribiente (1853), de Herman Melville. Varias veces lo hemos mencionado en este blog. Ahora lo traigo por lo que descubrimos al final del relato.

En el último párrafo, justo en el último párrafo, cuando el narrador nos detalla algunos datos de la vida del oficinista renuente, ese empleado que siempre decía “preferiría no hacerlo”, nos enteramos de algo sorprendente:  “que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas, de Washington”.

“¡Cartas muertas!, ¿no se parece a los hombres muertos? Concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo –el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba–; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que sin esperanza murieron, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte. ¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”

Hemeroteca

Nuevo artículo de Justo Serna, «El doble de Camps», El País, 26 de mayo de 2010.

36 comentarios

  1. El ojo del Gran Hermano debe saber mucho de nosotros. A una amiga le envían con frecuencia spam de clínicas de adelgazamiento, operaciones de tetas y productos cosméticos. A mí, últimamente, me llegan bastantes de viagra -es superar los cuarenta y se da por sentado que ya no «cumples»-, a mi padre le han llamado varias veces en los últimos años de una empresa que te entierra… Sí, sí, como lo oyen. Ataud de pino de primera, lápida diciendo que fuiste un gran hombre, cuidados diarios, ¡música! durante todo el día… «No, no, señorita», dijo el bueno del señor Montesinos, es que yo no acabo de ver claro lo de morirme…» (Qué salao es mi señor padre, che, no me digan que no)

    Yo creo que en todo proceso de transformación de costumbres se gana algo y se pierden también algunas cosas, lo que pasa es que, obnubilados por ventajas como la velocidad o la «eficacia», tendemos a obviar las segundas. Yo tuve también alguna interesante relación epistolar. Lamentablemente ya no la tengo, al menos no del tipo tradicional al que usted se refiere. Creo que aquello tenía algo especial… No sé, la espera, la dilación, el aspecto de la carta, el sello, la letra… Yo he llegado a oler la tinta de una carta que me fue enviada por una amada. Aquella carta contenía una foto en la cual yo intentaba descubrir sus huellas dactilares… (Sí, Lillo, no me mire así, yo era gilipollas ya mucho antes de que me conocieran ustedes)
    Sospecho que los museos surgen de toda esa pléyade de objetos cuya «fisicidad» es solo reconocida en todo su magia, en todo el valor simbólico que secretamente le concedíamos, cuando ya solo son pasado. Es fascinante imaginar la cantidad de cosas que ahora mismo forman parte cotidiana de nuestra vida y que algún día serán apreciadísimas piezas de museo. A veces creo que nos movemos en un mundo cada vez más virtual, de manera que quizá algún día exista un Museo General de los Objetos Reales, en el cual vaya a parar cualquier cosa que no sea convertible en bits, cualquier ser cuya identidad consista justamente en lo que Baudrillard llamó «el intercambio imposible»…Aquello que, como las viejas cartas, se lleva un trozo de nuestra vida cuando lo eliminamos con la pretensión de que podemos sustituirlo.

    Ya me intereso, de otro lado, lo que alguna vez contó respecto a su vieja costumbre de escribir a las empresas. Yo caliento motores últimamente con el asunto de la oficina de quejas del querido Ayuntamiento de Valencia. Preparo una denuncia contra los ciclistas que últimamente invaden las aceras. ¿No se han dado cuenta? Es una plaga, una especie de cáncer que le ha salido últimamente a la noble causa de sustituir los vehículos a motor por bicicletas en las ciudades. Con la excusa de que es una bici, han exportado las costumbres agresivas de los conductores desde la calzada hasta las aceras, y muchos hasta tienen la desfachatez de hacer sonar la bocina para que te apartes. El que camina… ese parece siempre destinado a cargar con los abusos de todos los demás.

  2. Tres. “Tengo toda la correspondencia abandonada. Eso no puede ser. Y menos puede ser que yo no le escriba. Guardo todas sus cartas –no guardo cartas de nadie, excepto las suyas– como un regalo inmerecido”, leo en una de las misivas que Carmen Laforet escribe a Ramón J. Sender.

    Esas palabras textuales estás fechadas el 25 de julio de 1966 y, como otras, se recogen en un volumen emocionante, de una gran ternura: Puedo contar contigo. Se trata del epistolario que se dirigieron Carmen Laforet y Ramón J. Sender entre 1965 y 1975. Está editado por Israel Rolón. Me lo ha prestado R. S. R. muy amablemente y es un disfrute, un examen de la naturaleza humana.

    Es de una suma de intimidades y es también una lección de correspondencia: de cómo escribir cartas, de los compromisos que se adquieren al recibirlas, de las fórmulas de cortesía con que has de tratar a tu corresponsal, de la familiaridad creciente a que nos lleva la escritura espistolar. ¿Hasta qué punto confiesas lo que sientes en una misiva que diriges a un destinatario distante y afectuoso? Los historiadores nos interesamos mucho por los epistolarios, una documentación privada que puede revelar perfiles desconocidos de los personajes históricos, de unos interlocutores más o menos parlanchines, confesiones que son datos y datos que son estados de ánimo, síntomas de un modo de estar en el mundo.

    Las cartas de Laforet y Sender son de una gran belleza y son también un descubrimiento personal: dos solitarios, dos escritores excéntricos, ajenos a los mentideros literarios de Madrid, se profesan mutua admiración, un cariño creciente y un afecto tierno, en algún caso propiamente amoroso.

    Al leerlas ahora experimento un sentimiento extraño, ambivalente: averiguo cosas que no me estaban reservadas, descubro debilidades que me sorprenden, constato la bondad de que los individuos pueden revestirse, confirmo el autoengaño con que el ser humano se consuela. Me adentro en este epistolario gracias a la gran biografía que han escrito Anna Caballé e Israel Rolón (Carmen Laforet. Una mujer en fugar), la obra que presenté en Barcelona días atrás. Y lo hago para certificar el buen tino de los biógrafos, la interpretación sensata, recta y piadosa que han hecho de la vida de Carmen Laforet.

    Pero lo hago también con la curiosidad que toda correspondencia me despierta. Y veo que lo común es que los autores se reprochen a sí mismos sus demoras, sus silencios, sus rutinas, sus descortesías. Es un mundo antiguo, de virtudes epistolares y morales, de deberes a que obliga la amistad.

    Continuará…

  3. ¡Anda, pues yo sigo escribiendo cartas! Cartas de las de sobre y sello y, lo que es más: tengo corresponsales. Hay mucha gente, gente ilustre (y no ilustre) y mayor (tampoco muy mayor) que no tiene ordenador a la que le gusta comunicarse. Hice una entrevista a uno de nuestros compositores más insignes y le gustó; nos hicimos amigos y nos escribimos con frecuencia. Él lo hacía siempre en tarjetas postales. Las más bellas postales que yo haya visto nunca (creo que se las debían hacer para él), seis o siete en cada sobre, siempre con mayor franqueo del normal, por el sobrepeso de la cartulina y escritas con una letra de pulga (pasada a máquina, cada postal ocupaba un folio) pero clarísima. Es uno de los raros privilegios de mi vida. Pero yo considero los correos electrónicos del mismo modo que las cartas que aparecen en el buzón de mi casa. Son cartas y las guardo todas. Cada corresponsal tiene su carpetita (por cierto, Justo, le debo «carta»). Lo malo es que, ahora, con los correos electrónicos, me quedo sin contestar muchas porque no podría hacer otra cosa. Su admirado Javier Marías se comunica por correo ordinario y muchos otros, sí.

    Me he reído por sus cartas de protesta, Justo. No sé si fue en el número dos o en el tres del diario El País, ya apareció una carta airada mía. Yo he escrito por todo lo divino y lo humano a periódicos, empresas y particulares desconocidos felicitando o recriminando. Lo mío, de siempre ha sido lo epistolar y le advierto que somos, seguimos siendo, muchísimos.

    No sé cómo le mirará el Señor Lillo, Señor Montesinos, pero que me mire a mí también, porque he olido cartas y he buscado sus huellas en las que me escribía un amor de entonces (de cuando entonces, ya sabe). Doscientas diez cartas escribí en los nueve meses que estuvimos separados. Casi todas recibieron respuesta y todas fueron acariciadas y están guardadas, todas juntas ahora, en mi casa, pero serán quemadas porque no creo que nadie, nadie, deba leer la correspondencia de los otros. Siempre que he leído un libro como el que comenta Justo, he sentido una vergüenza honda y no suelo terminarlos, por mucha curiosidad, por mucho interés que me despierten. Una carta es algo mágico que se escribe para una persona a la que, por ese medio, se dicen cosas que jamás se dirías de palabra, que, a veces, no te atreves ni a decirte a ti.

  4. Le aseguro que no me lo imaginaba reclamando matutazos, me ha hecho reír.
    Me alegro que disfrute de esa correspondencia.
    Efectivamente es una muestra, del protocolo, de las formas y los compromisos y es una muestra del tipo de vínculo que establecemos con quién nos escribimos.

    Me encanta mantener relaciones epistolares, las de entonces eran preciosas, coincido con Montesinos en el placer y la desesperación de la espera, el olor, leerlas y releerlas, por supuesto las conservo ¿quién no ha tenido un amor con el que se ha carteado? … los carteros eran esperados con impaciencia, formaban parte de la vecindad. Hoy son unos seres anónimos que nos molestan de vez en cuando por el interfono para poder realizar su trabajo y les abrimos renegando que por qué no llaman a otro piso.
    En fin, ahora ya no tengo correspondencia de ese tipo todo ha sido sustituido por el correo electrónico, cuyo protocolo no manejo muy bien. En la correspondencia tradicional no había lugar a dudas o tú debías carta o te debían. Es cierto que se producía una distancia obvia entre una misiva y otra, con la inmediatez del correo electrónico no se sabe muy bien establecer un ritmo, al menos a mí me pasa. No sabes cuando es adecuado no contestar y cuando esto puede ser entendido como una descortesía.

  5. Mmm, yo intento responder siempre a los e-mails, siempre que sean más o menos personales, y no hacerme el sweddish, jajaj. De hecho, me llega a molestar, aunque me he entrenado en el tema y ya me pica menos. Escribí un post en su día titulado NO-REPLYS, criticando esa falta de ‘netiqueta’, esa pereza respondedora con el e-mail cuando, precisaemnte al ser cartas electrónicas, basta con un ‘recibido gracias, un saludo’ y ‘send’ para quedar como un señor.

    Me pregunto ahora cómo harán las Anna Caballé del futuro para desentrañar las comunicaciones epistolares de los escritores del siglo XXI. Porque se siguen dando intercambios epistolarse, ahora via e-mail, que seguro tendrán su intensidad. Hace poco se publicó en Anagrama el intercambio de mails entre Houellebecq y Bernard-Henri Levy.. Supongo que todo ese material se perderá, a no ser que, antes de morir, esas personas den señas de su PASSWORD y den acceso a los albaceas para bucear en la inmensa maraña de comunicaciones gestada en toda una vida. No obstante, la labor no será complicada. Basta poner en el buscador de mails el nombre del destinatario y punto.

    Acabo diciendo que sí, las cartas han quedado relegadas a una cosa poco menso que exótica. Pero eso sí, cuando las recibimos hoy son motivo de un júbilo que quizá antes no se sentía. No lo sé. A mediados de los noventa le escribía cartas a mi novia, desde la distancia; hoy me sentiría algo ridículo haciéndolo. Y por e-mail no es lo mismo. No obstante, viva el e-mail.

    saludos

  6. Creo que el género epistolar nos gusta a todos, al menos eso deduzco de lo que escriben. Pero me acerco más a la opinión del NáuGrafo, cuando dice: «A mediados de los noventa le escribía cartas a mi novia, desde la distancia; hoy me sentiría algo ridículo haciéndolo».

    En efecto, una carta «de amor» hoy día nos produce una sensación extraña, acostumbrados como estamos a los mails, breves, concisos y, por ello, mucho más abundantes, por la facilidad del envío y el poco gasto en palabras.

    Yo diría que mi afición a este blog, se debe precisamente a eso, a que echo en falta aquellas largas cartas y esto es lo más parecido a una correspondencia, con una pluralidad de receptores.

    Me alegro mucho, doña Ana, de que siga usted teniendo correspondencia postal. Y de que guarde sus cartas, pues probablemente muchas podrían ser muy interesantes en un futuro. Por fortuna para mis hijos, yo quemé un buen día las casi 600 cartas de dos folios a dos caras que escribí, no quiero ni recordar en que fechas, a su futuro padre, que se ponía celosísimo si la carta era más breve, pues le parecía que se debía a olvido o desinterés. Fué un ejercicio de redacción costosísimo (qué se puede contar día a día, durante dieciocho meses, cuando se tiene una vida más bien sosita) y el resultado era tirando a grotesco. Pensando en ellos, y en su cordura, les quise evitar que un día las encontraran y las leyeran. Seguramente le he quitado a algún psiquiatra cinco buenos clientes.

    En cuanto a Camps, don Justo, no sé cuál de los dos es el auténtico, aunque todos los del opus son relamidos hasta la náusea. Pero lo que no puedo entender es cómo puede hacer bandera de la verdad al mismo tiempo que miente como un bellaco.

    P.S.: ¿Para cuándo esos fartons? Vayan quedando, porfa. A mí me viene bien cualquier tarde. Ya dirán.

  7. En primer lugar,D. Justo quiero decirle de parte de mi esposa que le ha gustado mucho su ar´ticulo de hoy en El País.A mi, es obvio que también.Ya sabe usted y el resto de los blogueros,mi simptatía por D. Francisco Camps, o Paco Camps, como a él le gusta llamarse, el sabrá.
    En segundo lugar, lo importante de una carta es lo que se dice en ella, no donde se dice. Da lo mismo que sea en papel, timbrado, perfumado,coloreado o en soporte digital.Da lo mismo que lo ensobres y lo franquees o que lo mandes por internet.
    El que lo recibe puede contestarte o no. Normalmente si escribes con una queja a Telefónica y satélites,no te contestan. Las cartas de queja como no las mandes certificadas y con acuse de recibo, no sabes si llegan a su destinatario o no.Por eso, es conveniente enviar las reclamaciones por burofax (un poco caro,eso si).
    Suelo contestar a todos los e-mail que me envían, menos los que me mandan con adjuntos de postales en PPS.A esos ni les abro el correo.Directamente a la papelera.
    Me gusta el correo que lleva dentro un mensaje, no el correo propagandístico y comercial, eso que algunos llaman «spam» y que llamo coñazo informático (con perdón).
    En cuanto a los fartons, siento no poder compartir con ustedes esa tarde-noche.Estoy muy lejos (físicamente) de ustedes y no voy a pedirles que se desplacen hasta mi chabola,a vora mar.

  8. Nada de Carmen Laforet, me gustó mucho.
    Escribir, sí, es fantástico. Y que te lean y comenten, fantástico. Y el carteo, el snail mail y también el e-mail, ¿por qué no?

  9. La verdad que el género epistolar está en desuso, y como se ha comentado las generaciones venideras y , parte de las actuales, muy posiblemente no escriban jamás una carta de su puño y letra.
    Por cierto, ¿no creen ustedes que firmar la carta era lo que más deseaban ?
    Hoy en día, hasta la firma es digital.
    Algún día, la vida será tan digital que no será necesario tener dedos para escribir desde un teclado.

  10. Sra. Bou, qué cosas cuenta. Dios mío, 600 cartas largas. Sabiendo de su esmero a la hora de escribir, qué pena de expurgo.

    Yo no guardo prácticamente nada. Mejor dicho, yo no encuentro prácticamente nada. Como soy un desastre a la hora de guardar –como soy desordenado, vaya–, lo que tengo es como si no lo tuviera: por ejemplo, y por ceñirme a los escritores, una carta –breve, pero carta– de Umberto Eco; también otras de Antonio Muñoz Molina, de Javier Marías, etcétera. Sí, sra. Serrano, mi admirado Marías me envió una carta agradeciéndome un artículo que le dediqué en Claves. Iba a decir que esos documentos obran en mi poder. No obran, no: no sé dónde paran las cartas, en qué cajón o entre qué libros las tengo.

    Bueno, como usted dice, sra. Bou, tal vez el blog no sea más que una correspondencia plural. Si es eso, no es mala cosa. Gracias a lo cual, puedo leerles.

    Muchas gracias, Arnau. Transmítale a su esposa mi agradecimiento. Y una pena que no pueda acompañarnos en la horchata preveraniega. Vamos pensando fechas. Y nos comunicaremos por e-mail. Via el e-mail, sí, Eduardo.

    Y mañana seguiré con el post. Aún no ha acabado.

  11. «Le aseguro que no me lo imaginaba reclamando matutazos, me ha hecho reír», dice R.S.R. Pues no invento nada, sra. R.S.R. Le añadiré otra historia real.

    El logro mayor de estas reclamaciones postales lo obtuve cuando mi padre cayó al suelo arrastrado por su carrito de la compra. Durante meses, él había mandado cartas respetuosas a la marca diciéndoles que el vehículo no rodaba bien, que estaba defectuoso. Pecaste de corrección, le dije. Hay que ser más contundente, papá.

    Al caer, su cara quedó magullada. Escribí a la empresa como un ciudadano airado, como un hijo irritadísimo. Entonces, yo no exageraba. A casa de mi padre acudió el delegado de zona –así se presentó– para resarcirle. Entre otras cosas le regalaron un nuevo carrito.

    Días después tenían que haber visto a mi padre. Con qué orgullo marchaba empujando el carro. No era por la carta del hijo. Era por el lujazo: el carrito era el king size de la marca.

  12. Cuatro. He escrito sobre las cartas o mails que remitimos o remitíamos a nuestros destinatarios, sobre aquello que recibimos o recibíamos. En uno u otro caso, lo normal es que nos hagamos mutuamente accesibles, que nos tratemos y respondamos. Miro ahora el buzón de mi correo de la Universidad y me dice que tengo 189 mails no leídos, casi doscientos que yo no habría contestado. ¿He de sentirme culpable? Podría desechar la mayoría. ¿Los he leído en realidad? Si pudieran prescindir de ellos inmediatamente, los habría eliminado ya. La mayor parte los he leído para luego marcarlos como nuevos, en espera de ser respondidos adecuadamente.

    ¿Qué cabe pensar? ¿Acaso soy un abandonado y un descortés? Hay una parte de desidia, sin duda. ¿Desidia? Ésa era siempre la palabra que decía mi padre si quería reprenderme. Así era. Por ejemplo, cuando comprobaba que en mi casa faltaban las herramientas básicas para realizar o completar ciertas chapuzas domésticas en las que él era tan habilidoso: un destornillador de estrella extraviado, un martillo grande desaparecido, una llave inglesa perdida. Quita, quita, me decía, desplegando un kit de utensilios de campaña.

    Si mi padre hubiera llegado a usar el correo electrónico, no se le habrían acumulado mails: simplemente de modo resolutivo habría dado respuesta proporcionada a cada uno de ellos. Y habría hecho copia o registro de los mismos y en estos momentos yo dispondría de su archivo electrónico. Hay colegas que hacen eso: conservan aparte los correos que escriben o reciben para así tener su correspondencia completa e incluso para así legarlos a la posteridad, como si de un epistolario se tratara. Me parece interesante la operación, aunque algo fatua. ¿Quién podría estar interesado en las minucias que yo escribo privadamente?

    Pero digo todo esto para volver al correo no consumado, esas cartas que no llegaron a su destino. ¿Qué podrían expresar? Si digo esto, pienso seguidamente en Bartleby, el escribiente (1853), de Herman Melville. Varias veces lo hemos mencionado en este blog. Ahora lo traigo por lo que descubrimos al final del relato.

    En el último párrafo, justo en el último párrafo, cuando el narrador nos detalla algunos datos de la vida del oficinista renuente, ese empleado que siempre decía “preferiría no hacerlo”, nos enteramos de algo sorprendente: “que Bartleby había sido un empleado subalterno en la Oficina de Cartas Muertas, de Washington”.

    “¡Cartas muertas!, ¿no se parece a los hombres muertos? Concebid un hombre por naturaleza y por desdicha propenso a una pálida desesperanza. ¿Qué ejercicio puede aumentar esa desesperanza como el de manejar continuamente esas cartas muertas y clasificarlas para las llamas? Pues a carradas las queman todos los años. A veces, el pálido funcionario saca de los dobleces del papel un anillo –el dedo al que iba destinado, tal vez ya se corrompe en la tumba–; un billete de Banco remitido en urgente caridad a quien ya no come, ni puede ya sentir hambre; perdón para quienes murieron desesperados; esperanza para los que sin esperanza murieron, buenas noticias para quienes murieron sofocados por insoportables calamidades. Con mensajes de vida, estas cartas se apresuran hacia la muerte. ¡Oh Bartleby! ¡Oh humanidad!”

    Hemeroteca

    Nuevo artículo de Justo Serna, «El doble de Camps», El País, 26 de mayo de 2010.

  13. Muchas gracias, Ana.

    Pero, si me permite, prefiero deleitarme hoy con el pasaje de Melville que reproduzco. En versión de Jorge Luis Borges. Qué placer.

  14. Acabo de enterarme de la concesión del Príncipe de Asturias a la candidatura compartida por los sociólogos Alain Touraine y Zygmunt Bauman. Es la distinción para Comunicación y Humanidades, la misma que ya otorgaron en su momento a Umberto Eco. Oíremos hablar poco de ellos, de manera que acaso pudieran habérselo dado a Jorge Javier Vázquez, Carla Bruni o Cristiano Ronaldo. Ninguno tiene ni idea ni de Comunicación y Humanidades ni de nada, pero la repercusión mediática hubiera sido incomparablemente mayor. Hasta que llegue ese momento, que todo se andará, porque al primero ya le han dado algún premio supuestamente serio, alegrémenos de que se premie a quienes de verdad lo merecen. Me gustaría, todo sea dicho, que el viejo Bauman saliera de la vorágine publicadora en que se ha internado en los últimos años, signo de que se ha convertido en una especie de superstar ensayística -yo llegué a ver «Amor líquido:acerca de la fragilidad de los vínculos humanos» en la sección de superventas del Corte Inglés-. Corre el riesgo de trivializarse a fuerza de repetirse. Mis recomendaciones: «Modernidad y Holocausto», «La postmodernidad y sus descontentos», «Vidas desperdiciadas: la modernidad y sus parias», el citado «Amor líquido» y, uno de mis preferidos y no de los más exitosos, «Europa, una aventura inacabada». De Touraine hablen ustedes.

  15. Otra cosa. Busquen en la web de CNN plus la entrevista que ayer dedicó Iñaki Gabilondo a Carlos Martínez, dirigente de ATTAC España. ATTAC, creada hace once años para la defensa de la Tasa Tobin, lleva todo ese tiempo prediciendo que pasaría lo que ha terminado pasando. Según Martínez, el problema no arranca con el crack bursatil de hace un año y medio al hilo de las subprimes. Este es un efecto secundario de una larga marcha que se inicia con el reagan-tacherismo de los ochenta, el triunfo de la doctrina neoliberal y el debilitamiento de los Estados ante especuladores, transnacionales y agentes financieros. Martínez explica muy claramente porque, si se está atacando al euro, es porque en realidad a quien se está atacando a la población europea, a los derechos de los trabajadores en suma. Imprescindible visionado, no desatiendan mi consejo.

    Otro, ya saben que soy nefasto para linkear, pero busquen la intervención de Cohn Bendit en el Parlamento Europeo. A voz en grito explica por qué es un acto de terrible hipocresía por parte de las naciones europeas exigir que Papandreu ponga Grecia patas arriba en tres meses de la manera que ninguna Francia o Alemania se atrevería hacer en tres años. Explica la millonada por la que se han vendido en los últimos años arsenales armamentísticos a Grecia, por ejemplo, y cómo los prestamos al país son una nueva forma de repugnante negocio. No se lo pierdan tampoco.

    Seguro que todo lo que oigan les parece discutible, pero al menos no les sobrevendrá el asco que a mí me producen últimamente quienes desde la alta política hablan con suficiencia sobre las soluciones que dicen tener y se atreven a patalear y montar histéricos esperpentos en el Senado.

  16. Sr. Montesinos, no he leído lo suficiente de Alain Touraine y Zygmunt Bauman para poder tener un juicio. De Alain Touraine sólo he leído dos libros, uno un manual y otro un volumen sobre ‘El regreso del actor’, que un amigo argentino me regaló hace años. Tras el empacho estructuralista de los sesenta, Touraine suponía la recuperación de la acción en la sociología francesa. Ni determinismo ni individualismo. De Zygmunt Bauman tengo la misma opinión que usted: da un poco de grima la multiplicación de libros ‘líquidos’ de los últimos años. La metáfora fue afortunada. Ahora es otro empacho.

    Volveré.

  17. Cierra un post muy sugerente con el inquietante y ominoso relato Bartleby, “el despertador de la moral ajena”.
    Creo que no es casualidad su asociación entre Kafka y Melville en el relato de estos dos personajes llenos de misterio y sobre los que caben diferentes interpretaciones. (Por cierto, AMM, en “Las apariencias” en su último artículo “Sospecha de una trampa” propone una interpretación particular de Samsa).

    Esas palabras de Melville con las que termina el post ¡Oh, Bartleby¡ ¡Oh humanidad¡, según aparece en el prólogo del libro son interpretadas por Deleuze como : (…)una alternativa, como una relación de oposición, como dos mundos que se excluyen.
    Sigue el prólogo, (…)pero también es ser verosímil , subsumirlas, proyectar a Bartleby en el corazón de la humanidad, identificarlos.
    Cada intérprete tiene su Bartleby particular.

    Sr. Montesinos, creo haberlo comentado ya en este blog, yo también leí con placer “Amor Líquido” y “Europa una aventura inacabada”.

  18. Gracias por lo de sugerente, R.S.R.

    Bartleby es, sí, un relato inquietante y ominoso. Es uno de los precursores de Kafka, que diría Borges. «Cada intérprete tiene su Bartleby particular», me indica, sra. R.S.R. Sí y no. No hay infinidad ni libertad de interpretaciones particulares. Formamos comunidades de intérpretes…

  19. Debo reconocer que no he leído a Bauman, y de Tourain sólo algunos artículos en prensa. Sin ir más lejos, hoy en El País: un artículo de opinión en el que no le duelen prendas al analizar la situación actual, sobre todo la europea y la española. Análisis cuya brevedad no hace menos interesante (y cargado de razón, o de razones incluso) ni menos exacto. Traigo aquí a colación el último párrafo, que me ha calado hondo, porque eso es, aunque nunca hubiera sabido expresarlo tan bien como él, lo que yo pienso de esta sinrazón que nos está abocando a un retroceso en el estado del bienestar, que tantos esfuerzos costó y que la espiral de neoliberalismo está destruyendo con una eficacia asombrosa.

    He aquí lo que dice Tourain, y yo aplaudo:

    «¿Cómo los europeos, que inventaron el espíritu de las Luces y la creencia en la razón y en los derechos humanos, podrían aceptar pasivamente lo que corre el riesgo de ser el fin del modelo occidental, es decir, de la asociación del progreso científico y el técnico, la destrucción de los privilegios y el reconocimiento de los derechos fundamentales de cada cual?»

  20. 1. El Touraine por el que más me he interesado es, justamente, el de los artículos,muchos de los cuales han ido apareciendo en El País. En cuanto a Zygmunt Bauman, puede parecer por mi última intervención que destaco más lo negativo -su excesivo «comercialismo», digámoslo así- y no es el caso. De hecho, yo empecé a leerlo -como a otros autores- por la frecuencia con que aparecía en bibliografías de escritores en los que confío. Es por cierto mi estrategia predilecta para encontrar autores buenos, aunque he de reconocer que leer este blog y aprovecharme de la bibliofilia del señor Serna y de ustedes también me está dando resultados.

    2. Dice R que cada uno tiene su Bartleby, yo le daría otra vuelta de tuerca al razonamiento: «todos llevamos un Bartleby dentro». Por cierto, como Serna, no creo que haya infinidad de interpretaciones particulares, o, para decirlo de otra manera, hay interpretaciones malas, abusivas e incluso delirantes, lo cual supone que las hay válidas y que podemos distinguirlas. Ahora bien, proviene de un prejuicio metafísico completamente superado el extremo contrario, presente por todas partes, el creer que podemos vivir sin interpretar, es decir, que podemos -e incluso debemos, como propone Sontag en el texto al que Serna se refirió- librar a la obra de la interpretación. Entiendo la reacción de Sontag contra el abuso sobreinterpretativo, esa obsesiva sobreinterpretación, esa búsqueda de «significados ocultos» que terminan haciéndonos olvidar que lo que tenemos delante es algo que «es», antes de algo que «significa». Lo realmente abusivo es esta disociación entre ser y significar. Como nos enseñó Eco en Obra abierta, la obra de arte, en tanto que fenómeno comunicativo, se completa en tanto que experiencia semiótica, es decir, en tanto que hay recepción de ella. Recuerdo hace muchos años, cuando Televisión Española presentó su serie de Don Quijote, y le preguntaron al responsable literario, el ínclito Camilo J.Cela qué aportaba aquella serie en relación a todos los Quijotes televisivos y cinematográficos anteriores:

    -«Pues que aquellos eran los quijotes de cada uno de los directores, mientras que éste es el quijote de Cervantes»

    Qué horrenda petulancia pensar que «mi» quijote pudiera ser el «literal», el que Cervantes quiso.

    3. Por supuesto que me pago mis trajes.

    4. Me voy a envolverme en la senyera.

  21. «La monumental y fascinante biografía que los profesores Anna Caballé e Israel Rolón han escrito sobre Carmen Laforet (1921-2004) es un libro que merodea en torno a un abismo. La mítica autora ha sido hasta hace poco el mayor enigma de nuestras letras; con 23 años escribió una novela prodigiosa, Nada, que ganó el primer Premio Nadal en 1945 y provocó un impacto colosal. Pero después, tras publicar unos pocos libros (y ninguno tan bueno), abandonó la escritura y ella misma fue desapareciendo…»

    Rosa Montero. «El miedo y la gloria», Babelia, El País, 29 de mayo de 2010 (Aquí: http://www.elpais.com/articulo/portada/miedo/gloria/elpepuculbab/20100529elpbabpor_6/Tes).

  22. En alguna época, ya muy lejana, llegué a escribir, de forma sostenida, tres y hasta cuatro cartas manuscritas, con su sello y mi saliva, y mi letra y mi rúbrica. Acababa extenuado con aquellas efusiones -la mayor parte de ellas, meramente hormonales -¡que no es poco, ni superfluo!- aunque también las hubo literarias-. Ahora escribo e-mails a destajo y ni me danzan las hormonas ni abro, entre hipnotizado y ansioso, el buzón de metal oscuro para olisquear -y sobre todo, reconocer o acaso intuir- el perfume de los sobres… Snif;-))

    Saludos!

    Juan

  23. Marisa, David, aleskander62, Juan: son ustedes muy amables al plantear estos que plantean y al seguir interrogándose por el asunto de este post. Efusiones hormonales o revelaciones personales o mera comunicación, nuestras cartas o mails son restos que dejamos y eliminamos, una cierta forma de presentarnos en público. O, en este caso, en privado, en lo privado de nuestras relaciones electrónicas. Por un lado, frías; por otro, próximas. En 1959, Erving Goffman publicó un libro decisivo: ‘La presentación de la persona en la vida cotidiana’. Era el inicio de la microsociología, el principio de las relaciones corrientes en las ciencias sociales. Y era el estudio pionero sobre la percepción como objeto de análisis. Hoy, cincuenta años después (los que yo acarreo), ese asunto es central. No es lo que somos, sino lo que creemos ser, lo que decimos a los otros, lo que los otros nos ven. Uf.

  24. He leído el artículo de Rosa Montero, no es una autora que noconzca mucho ni a la que siga.Sus novelas, las pocas que he leído me parecen un poco insulsas y como articulista pues no me da la impresión de que su opiniones aporten mucho, pero bueno es cuestión de gustos.

    Como no he leído la biografía, no puedo hablar más que de la impresión que la lectura del artículo me ha provocado.
    El artículo arranca bien pero cuando ya empieza a hablar de la infancia de Carmen creo que en el segundo o tercer párrafo empieza a hacer más juicios de valor que otra cosa y el último párrafo ya me parece una interpretación absolutamente personal, bastante dura y hasta atrevida, diría yo (a propósito de los límites de la interpretación).Pero admito que puedo estar equivocada. No sé si de la lectura de la biografía cabe también extraer esas conclusiones o si sería mejor poder tolerar que hay una parte indescifrable, enigmática y que queda oculta. Poco podemos saber de las motivaciones más íntimas, de las circunstancias internas de esa persona que le llevaron a tomar las decisiones que tomó. Mucho menos juzgar de esa manera una vida que resuelve en su último párrafo.

    Considero que, en general, de es de esas reseñas que parecen desvelar al lector cosas que no son necesarias y que los lectores podemos ir descubriendo, es decir ,destripa un poco el libro.
    Revela de manera un poco superficial datos de la biografía, datos muy concretos de la vida de la autora, y quizá un poco descontextualizados. Creo que despierta más morbo que interés lector .Seguro que pueden hacerse mejores reseñas de este libro que, sin desvelar datos concretos y con una reflexión más profunda nos inviten a su lectura.

    He de reconocer que no he leído a Goffman pero ¿somos sólo el producto de la percepción propia o ajena? Yo considero que somos los que somos y eso incluye los que creemos ser y los que fuimos, cómo nos mostramos y como nos ven.Mantenemos un principio de permanencia y otro de cambio.Otra cosa es que estemos en un proceso permanente de autoconstrucción y reconstrucción.

    Piera Aulagnier,señala que […] nada puede decirse acerca de “quién soy yo” sin recurrir a lo que “yo piensa hacer”.Sin esta proyección en un futuro el yo nada podría enunciar acerca de un tiempo actual siendo también indispensable la referencia al pasado

  25. Pues a mí Touraine suele irritarme bastante. Aunque tampoco es un autor al que conozco en profundadidad. Bauman, en cambio, me parece mucho más interesante. Como dice don David, sólo con la cantidad de veces con la que se lo cita ya intriga, ya es suficiente para que se acuda a él directamente.

    Por lo demás, lamento no haber podido seguir la entrada como me gustaría, pero creo coincidir con quienes piensan que el número de interpretaciones de una obra es limitado. Lo único que pasa es que hay obras más ricas que otras.

    Por cierto, don David, ví la entrevista al señor de ATTAC y me pareció soberbia. Es muy significativo que un grupo que biene actuando desde hace años tenga por fin presencia en un programa tan serio como el de Gabilongo en CNN+. Creo que las cosas tienen que cambiar. Y esa entrevista quizá signifique que algo está cambiando.

  26. ¡Por los Dioses Inmortales! Parece que la resaca de Granada aún no se me ha pasado. «Viene», por Tutatis, «viene». Ustedes me perdonarán…

  27. Estoy de acuerdo en lo de la entrevista de ATTAC, don Alejandro. Pero… ¿quien viene?

    Ah, ya caigo, la faltita… Lo consideraremos un lapsus freudiano.

  28. Por cierto, para Don Alejandro Lillo. Creo haber leído algo referido a un premio… Mi más sincera enhorabuena, amigo;-)

    Saludos
    Juan

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