Qué nos enseña la literatura

Uno. Días atrás leí un artículo de Arturo Pérez-Reverte. Llevaba por título Copartícipes secretos. Como el relato de Joseph Conrad (El copartícipe secreto, 1910), pero en plural.  Se refería Pérez-Reverte a su amistad con Javier Marías. Me pareció una pieza delicada, generosa. La dedicaba a Marías, a la amistad que ambos tienen a pesar de las diferencias. Pérez-Reverte revelaba algo íntimo, privado, estrictamente personal: algunas de aquellas cosas que  comparten. Por ejemplo, su amor por Joseph Conrad:

«…el siempre enorme y más grande a cada relectura Joseph Conrad: la obra extraordinaria donde también convergen, desde lugares casi opuestos, la admiración de Javier y la mía. Las formas tan diferentes de contar, y contarnos. Con movimientos de las manos, intentando mostrar la posición del barco, recurro a lo que sé de maniobras a vela y viradas por avante para comentar la importancia del sombrero blanco flotando en el agua de El copartícipe secreto. Luego hablamos de que Nostromo ya no parece tan ágil leída por tercera o cuarta vez; y de Victoria, a la que Javier no ha vuelto desde hace mucho y que yo sigo considerando, en lo formal -en el contenido es superior Lord Jim, creo-, la más perfecta y conradiana de las novelas de Conrad…»

Dos. Qué quieren: al leer ese párrafo me sentí bien, reconfortado. Yo no paro de admirar a Conrad. Me conmueve lo que dijo sobre la juventud, la audacia, el dolor, la culpa, la penitencia. Siempre que puedo lo parafraseo. Aquí, en este blog, no dejo pasar mucho tiempo sin mencionarlo. A la menor ocasión que se me presenta vuelvo a él. Hace unos años, con motivo de la edición española de El copartícipe secreto escribí una reseña  para Ojos de Papel. Meses atrás, debiendo entregar un artículo sobre la juventud y la educación para Mercurio me inspiré nuevamente en  El espejo del mar.

La amistad y la generosidad no están reñidas con la ambición. Hay que ser jóvenes o hay que recordar la juventud para aceptar las metas y las pérdidas. La literatura de Conrad nos enseña mucho. Precisamente por ello regreso a sus páginas: para aprender o desaprender. He releído Juventud (1902), una de sus obritas más sencillas. Está protagonizada por Marlow, ese personaje que aparece y reaparece como narrador de sus historias.

Tres. En Juventud, Marlow refiere a un narrador –cuyo nombre desconocemos– esta historia que ahora leemos, una travesía accidentada que tuvo como destino Bangkok. La  relata ante un auditorio,  cuatro personas que beben, que se pasan la botella de clarete: es exactamente la vicisitud que Conrad escribe para nosotros. El Marlow narrador sobrepasa los cuarenta y lo que detalla es un episodio juvenil, justamente cuando ejerce por primera vez de segundo oficial de navío mercante. Marcha a bordo del Judea,  un viejo bergantín comandado por el capitán Beard, oficial de sesenta y tantos. «Era mi primer viaje a Oriente», recuerda el Marlow cuarentón. Aunque «también era la primera vez que mi patrón tomaba el mando. Admitiréis que ya era hora». 

La historia no relata el descubrimiento de la madurez, sino la epifanía primeriza, la revelación de la juventud y de la inexperiencia: la ambición, el empeño, la paciencia, el genio y los pensamientos de un muchacho ante la fuerza desatada de la naturaleza; los corajes de un anciano ante un suceso que no conoce, tan inexperto como el joven. ¿Naturaleza? «El mundo no era sino una inmensidad de enormes olas espumeantes, que nos embestían bajo un cielo tan próximo que podía tocarse con la mano y tan sucio como un techo ahumado».

Es, sí, un episodio angustioso y liberador, una experiencia, «una  aventura del demonio, algo que uno suele leer en los libros». Es en los libros en donde uno aprende, aunque lo detallado sea pura invención. Pero estos hechos son reales…, no porque los refiera Marlow, sino porque Conrad los escribe para nosotros. Hace cierto lo que es imaginado y hace verdadero lo que es fabulado: una ficción novelesca que convierte una travesía o un naufragio en metáfora de la vida. Un barco «condenado a no llegar a parte alguna».

Cuatro. En 2012 se cumplen cien años del hundimiento del Titanic. Con motivo de ese hecho, la editorial Gadir, de Madrid, publica un librito que reúne las dos piezas que Joseph Conrad escribiera sobre dicho acontecimiento. Aparecieron originariamente en 1912 en las páginas de la English Review. El volumen se titula El Titanic.

Como siempre, leer a Conrad es una experiencia inquietante y aleccionadora. Toma el mar como metáfora. O, mejor dicho, toma el barco como símbolo moral, esa travesía humana que siempre se ve amenazada por el acoso de la naturaleza, pero también por la propia estupidez de nuestra especie. Somos soberbios y nos sentimos pagados de los logros. La técnica es la palanca de nuestros errores y el palenque de nuestras cobardías.

El Titanic fue un buque de 45 mil toneladas que se hundió al chocar con un témpano de hielo, al tropezar con un iceberg. La historia es muy conocida y ya lo era cuando Conrad escribe esas páginas. El mundo estaba suficientemente informado o mal informado. Porque el suceso multiplica el tratamiento sensacionalista de los hechos. Ese tratamiento en parte lo provocaron los armadores y responsables del navío: que si era un barco que no podía hundirse; que si era una nave habilitada para miles de pasajeros; que si era un hotel flotante, un lujazo de la industria y del progreso; que si era un poderío de la técnica y del esplendor burgués, tras un siglo de adelantos materiales. Pero el Titanic se hundió. Lo que Conrad critica, lamenta, deplora es la arrogancia humana. Él ha sido un marino, un hombre que ha desarrollado su juventud en el mar a bordo de veleros.

Por esas fechas, los vapores han apartado, han arrinconado, las viejas embarcaciones, aquellas en las que Joseph Conrad había aprendido a navegar, primero como simple marino y luego como oficial. En esos frágiles barcos –como el bergantín de Juventud–, los hombres se han adiestrado. Y se han aleccionado: qué es la furia de los océanos, qué son las acometidas del oleaje y los vientos.

Conrad ha sido un hombre corajudo y temeroso a la vez, y sabe lo que es gobernar una embarcación: la prudencia, el cálculo, la audacia que hacen falta para surcar el mar entre tempestad y calma chicha. Los botes salvavidas son elemento esencial, no un engorro. Son pequeños, necesariamente pequeños, y son instrumento humano, demasiado humano, para protegerse, para defenderse de los azotes marinos. Flotar, gobernar el barquito, arrimarse a la costa, ser divisado por un buque que finalmente te lleve a puerto. Como sucede en Juventud.

Joseph Conrad no fue tripulante de embarcaciones de guerra, sino de la marina mercante. Allí aprendió a ser disciplinado, respetuoso y sobre todo aprendió a desarrollar «una indulgencia natural para con la fragilidad de las instituciones humanas». No hay soberbia ni cicatería que nos salven. Justamente eso es lo que hundió al Titanic. ¿Era necesario construir un «hotel de 45.000 toneladas de magníficas láminas de acero para asegurar una clientela de, pongamos, un par de miles de ricos»?, se pregunta Conrad. ¿Era preciso satisfacer la soberbia de armadores y de viajeros, un «puñado de fatuos individuos, con tanto dinero que ya no saben qué hacer con él»? Acero: se tenía mucha, excesiva confianza en los materiales y se pensó poco, muy poco, en los contratiempos. 

«Pero todo esto tiene una moraleja», admite Conrad al final de su primer texto. Es una enseñanza aparentemente simple: «el material puede quebrar, y los hombres también pueden quebrar a veces; pero con frecuencia, cuando se les da la oportunidad, estos se demuestran a sí mismos que tienen más temple que el acero». Es una lección sencilla, propia de quien aprendió todo lo que sabe sobreviviendo humilde y bravamente. 

En Los triunfos del burgués (2011), Anaclet Pons y yo hablamos de otro naufragio, en este caso metafórico: hacia 1909, la Valencia esplendorosa del largo Ochocientos acaba. Acaba con una magna Exposición Regional que se piensa como un escaparate del progreso, una gesta del lujo y de la técnica. Cuando se cierre el recinto, cuando se desmonten pabellones y concluyan los actos, la sociedad padecerá una crisis profunda, unos trastornos graves. Concluye un espectáculo soberbio y termina el mundo de ayer. Estamos en otro siglo, pero las limitaciones humanas duran. ¿Cómo remontarlas?

Colofón. La lectura de Conrad me reanima. Si te ves decaído o simplemente dudoso, una página de Juventud o de El espejo del mar te rehacen y te hacen preguntarte de qué te quejas. Yo no espero nada del nuevo año, ni tengo grandes expectativas. ¿Por qué? ¿Acaso porque lo tengo todo? No, no. En realidad,  me apiado de la especie humana y me compadezco de mí mismo. Me conformo con seguir o completar esta travesía y que ustedes lo vean: ustedes, quienes me acompañan y quienes en silencio se asoman de cuando en cuando. Hago lo que puedo. Como Conrad, yo no viajo con vapores a todo tren. Prefiero una velocidad de crucero para llegar a un destino modesto y satisfactorio. Total, si vamos a morirnos, no hace falta llegar corriendo. Yo, mientras tanto, leo a quien fue su esposa, a Jessie Conrad. Leo Joseph Conrad y su mundo (ahora editada por Sexto Piso). Qué mujer tan perspicaz, tan indulgente: te hace confiar nuevamente en la especie humana, en su inteligencia. Me esperan unos días de felicidad.

Menuda entrada de año.

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Justo Serna, «El traje nuevo», El País, 28 de diciembre de 2011

28 comentarios

  1. Estimado amigo y maestro: reciba una gran abrazo de Navidad y Año Nuevo. Le deseo todo lo mejor en el 2012.
    Aunque no comento sigo por acá, leyéndolo. Sigo en mis clases muy atareado. Anhelando el tiempo necesario para leer y escribir más.

  2. Tres. En Juventud, Marlow refiere a un narrador –cuyo nombre desconocemos– esta historia que ahora leemos, una travesía accidentada que tuvo como destino Bangkok. La  relata ante un auditorio,  cuatro personas que beben, que se pasan la botella de clarete: es exactamente la vicisitud que Conrad escribe para nosotros. El Marlow narrador sobrepasa los cuarenta y lo que detalla es un episodio juvenil, justamente cuando ejerce por primera vez de segundo oficial de navío mercante. Marcha a bordo del Judea,  un viejo bergantín comandado por el capitán Beard, oficial de sesenta y tantos. «Era mi primer viaje a Oriente», recuerda el Marlow cuarentón. Aunque «también era la primera vez que mi patrón tomaba el mando. Admitiréis que ya era hora». 

    La historia no relata el descubrimiento de la madurez, sino la epifanía primeriza, la revelación de la juventud y de la inexperiencia: la ambición, el empeño, la paciencia, el genio y los pensamientos de un muchacho ante la fuerza desatada de la naturaleza; los corajes de un anciano ante un suceso que no conoce, tan inexperto como el joven. ¿Naturaleza? «El mundo no era sino una inmensidad de enormes olas espumeantes, que nos embestían bajo un cielo tan próximo que podía tocarse con la mano y tan sucio como un techo ahumado».

    Es, sí, un episodio angustioso y liberador, una experiencia, «una  aventura del demonio, algo que uno suele leer en los libros». Es en los libros en donde uno aprende, aunque lo detallado sea pura invención. Pero estos hechos son reales…, no porque los refiera Marlow, sino porque Conrad los escribe para nosotros. Hace cierto lo que es imaginado y hace verdadero lo que es fabulado: una ficción novelesca que convierte una travesía o un naufragio en metáfora de la vida. Un barco «condenado a no llegar a parte alguna».

    Continuará…

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    Justo Serna, «El traje nuevo», El País, 28 de diciembre de 2011

  3. Profeballa, mis mejores deseos para 2012. ¿2012? La verdad es que la fecha da vértigo. Cuando yo era pequeñito hacía calculos con mi edad en el año 2000. Me parecía el futuro, algo muy muy lejano. Ahora estamos acabando 2011. No me lo puedo creer… El porvenir no dura.

  4. Cuatro. En 2012 se cumplen cien años del hundimiento del Titanic. Con motivo de ese hecho, la editorial Gadir, de Madrid, publica un librito que reúne las dos piezas que Joseph Conrad escribiera sobre dicho acontecimiento. Aparecieron originariamente en 1912 en las páginas de la English Review. El volumen se titula El Titanic.

    Como siempre, leer a Conrad es una experiencia inquietante y aleccionadora. Toma el mar como metáfora. O, mejor dicho, toma el barco como símbolo moral, esa travesía humana que siempre se ve amenazada por el acoso de la naturaleza, pero también por la propia estupidez de nuestra especie. Somos soberbios y nos sentimos pagados de los logros. La técnica es la palanca de nuestros errores y el palenque de nuestras cobardías.

    El Titanic fue un buque de 45 mil toneladas que se hundió al chocar con un témpano de hielo, al tropezar con un iceberg. La historia es muy conocida y ya lo era cuando Conrad escribe esas páginas. El mundo estaba suficientemente informado o mal informado. Porque el suceso multiplica el tratamiento sensacionalista de los hechos. Ese tratamiento en parte lo provocaron los armadores y responsables del navío: que si era un barco que no podía hundirse; que si era una nave habilitada para miles de pasajeros; que si era un hotel flotante, un lujazo de la industria y del progreso; que si era un poderío de la técnica y del esplendor burgués, tras un siglo de adelantos materiales. Pero el Titanic se hundió. Lo que Conrad critica, lamenta, deplora es la arrogancia humana. Él ha sido un marino, un hombre que ha desarrollado su juventud en el mar a bordo de veleros.

    Por esas fechas, los vapores han apartado, han arrinconado, las viejas embarcaciones, aquellas en las que Joseph Conrad había aprendido a navegar, primero como simple marino y luego como oficial. En esos frágiles barcos –como el bergantín de Juventud–, los hombres se han adiestrado. Y se han aleccionado: qué es la furia de los océanos, qué son las acometidas del oleaje y los vientos.

    Conrad ha sido un hombre corajudo y temeroso a la vez, y sabe lo que es gobernar una embarcación: la prudencia, el cálculo, la audacia que hacen falta para surcar el mar entre tempestad y calma chicha. Los botes salvavidas son elemento esencial, no un engorro. Son pequeños, necesariamente pequeños, y son instrumento humano, demasiado humano, para protegerse, para defenderse de los azotes marinos. Flotar, gobernar el barquito, arrimarse a la costa, ser divisado por un buque que finalmente te lleve a puerto. Como sucede en Juventud.

    Joseph Conrad no fue tripulante de embarcaciones de guerra, sino de la marina mercante. Allí aprendió a ser disciplinado, respetuoso y sobre todo aprendió a desarrollar «una indulgencia natural para con la fragilidad de las instituciones humanas». No hay soberbia ni cicatería que nos salven. Justamente eso es lo que hundió al Titanic. ¿Era necesario construir un «hotel de 45.000 toneladas de magníficas láminas de acero para asegurar una clientela de, pongamos, un par de miles de ricos»?, se pregunta Conrad. ¿Era preciso satisfacer la soberbia de armadores y de viajeros, un «puñado de fatuos individuos, con tanto dinero que ya no saben qué hacer con él»? Acero: se tenía mucha, excesiva confianza en los materiales y se pensó poco, muy poco, en los contratiempos. 

    «Pero todo esto tiene una moraleja», admite Conrad al final de su primer texto. Es una enseñanza aparentemente simple: «el material puede quebrar, y los hombres también pueden quebrar a veces; pero con frecuencia, cuando se les da la oportunidad, estos se demuestran a sí mismos que tienen más temple que el acero». Es una lección sencilla, propia de quien aprendió todo lo que sabe sobreviviendo humilde y bravamente. 

    En Los triunfos del burgués (2011), Anaclet Pons y yo hablamos de otro naufragio, en este caso metafórico: hacia 1909, la Valencia esplendorosa del largo Ochocientos acaba. Acaba con una magna Exposición Regional que se piensa como un escaparate del progreso, una gesta del lujo y de la técnica. Cuando se cierre el recinto, cuando se desmonten pabellones y concluyan los actos, la sociedad padecerá una crisis profunda, unos trastornos graves. Concluye un espectáculo soberbio y termina el mundo de ayer. Estamos en otro siglo, pero las limitaciones humanas duran. ¿Cómo remontarlas?

    Continuará…

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    Justo Serna, «El traje nuevo», El País, 28 de diciembre de 2011

  5. Justo Serna

    ¿Nadie ha leído a Joseph Conrad? No parece que despierte entusiasmo. Pero qué hacen leyendo estas cosas mías. Lean al grande, al majestuoso Conrad. La aventura, la ambición, la mesura y la prudencia… La culpa.

    A Camilo Castillo, Amaya Beitia Ruiz, Je Jelene, Beatriz Gallardo-Paúls, Xavier Pla, Virginio Fuentes les gusta esto.

    Je Jelene

    Yo sólo leí «El corazón de las tinieblas», pero me apunto esa «Juventud» que recomiendas y que me interesa especialmente por el personaje del capitán Beard.. Gracias, como siempre, magnífico profesor!

    Virginio Fuentes

    ¿Como que no? Me gustan sus descripciones de barcos, navegación, islas lejanas,…..

    Justo Serna

    Ya me extrañaba. Leer a Conrad es salir del redil. Y respirar.

    Justo Serna

    El ‘Judea’ es un bergantín tan frágil como el ‘Titanic’. La diferencia es la arrogancia humana. El primero es un viejo velero, empeñoso. El segundo es un vapor de magnificencia y esplendor, un hotel flotante, un lujo.

  6. ¿Nadie ha leído a Joseph Conrad? No parece que despierte entusiasmo… .Recojo el guante, lo leí bastante hace unos cuantos años, en este momento pienso como mis preferidos a Lord Jim y El corazón de las tinieblas. Kurtz y Jim : fantasmas en las tinieblas. Y me pregunto si Marlow, no somos nosotros los lectores, tratando de indagar en sus enigmas.
    Los de Jim, creo nos son comunes a todos, ¿tendremos el temple
    que se necesita en determinadas circunstancias?¿ fallaremos como lo hizo él en el Patna..? ¿y luego necesitaremos el resto de nuestra vida para repararlo ?..
    Kurtz pienso, tiene otra dimensión, cruza un línea (de sombra), que pocos se arriman, y de la que no se vuelve. Un saludo

  7. Horacio, si me permite, creo que acierta con esa valoración de Conrad.

    ¿Recuerdan a Marlon Brando encarnando el papel de Kurtz? ¿Recuerdan a Martin Sheen avanzando por el Río en pos de Kurtz? En Conrad, la soledad es el motivo. La extrañeza que provoca lo insólito, el extrañamiento que provoca estar siempre fuera de lugar. Fuera de sitio: ése es Conrad; ésos son sus personajes. La novela como exploración de uno mismo. Admirable…

  8. No he leído El espejo del mar, hace unos años ví por acá
    una edición (creo que Hyperion) trad.por Javier Marias, lamentablemente cuando la busqué ya no estaba. Un saludo

  9. Colofón. La lectura de Conrad me reanima. Si te ves decaído o simplemente dudoso, una página de Juventud o de El espejo del mar te rehacen y te hacen preguntarte de qué te quejas. Yo no espero nada del nuevo año, ni tengo grandes expectativas. ¿Por qué? ¿Acaso porque lo tengo todo? No, no. En realidad,  me apiado de la especie humana y me compadezco de mí mismo. Me conformo con seguir o completar esta travesía y que ustedes lo vean: ustedes, quienes me acompañan y quienes en silencio se asoman de cuando en cuando. Hago lo que puedo. Como Conrad, yo no viajo con vapores a todo tren. Prefiero una velocidad de crucero para llegar a un destino modesto y satisfactorio. Total, si vamos a morirnos, no hace falta llegar corriendo. Yo, mientras tanto, leo a quien fue su esposa, a Jessie Conrad. Leo Joseph Conrad y su mundo (ahora editada por Sexto Piso). Qué mujer tan perspicaz, tan indulgente: te hace confiar nuevamente en la especie humana, en su inteligencia. Me esperan unos días de felicidad.

    Menuda entrada de año.

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    Justo Serna, «El traje nuevo», El País, 28 de diciembre de 2011

  10. “Ninguno de los libros de este mundo te aportará la felicidad, pero secretamente te devuelven a ti mismo”, decía Hermann Hesse.

    Me parece muy buena idea comenzar o acabar el año con la lectura de un buen libro, Sr. Serna; con esa necesidad imperante de buscar un huequito en nuestro ajetreado tiempo para seguir leyendo esa novela o biografía que tan atrapados nos tiene. Y si a eso le añadimos la agradable compañía de los amigos, creo que habremos conseguido el mejor cóctel para continuar en el camino, para volver a nosotros mismos.

    Feliz Año Nuevo.

  11. No quiero finalizar el día sin desearos lo mejor para el próximo año. Esperemos que la tormenta que se cierne sobre el 2012 amaine pronto y mientras tanto, siguiendo con el lenguaje de la navegación, a navegar de bolina, o como dicen en mi pueblo: a aguantar marea.

    En cualquier caso deseo que el próximo año siga trayendo buenos ratos compartidos con los amigos de este blog.

    ¡¡¡Feliz año!!!

  12. Buen título y mejor entrada, don Justo. Seguiré su consejo y leeré algo de Conrad en este comienzo de año, aunque después de mi lectura ritual de todos los comienzos de año, la que hago de algunas páginas de Juan Benet. Es algo a lo que me acostumbré por recordarle y persigno en ello cada noche de Año Nuevo. Por lo que quizá lo que haga sea visitar el primer relato que leí de Conrad, recomendado, entonces, por un viejo profesor: «La posada de las dos brujas».
    Feliz año para usted, señor Serna, y para los queridos contertulios, a los que echo de menos. Espero poder acompañarles más a menudo este año que se avecina. Sean felices.

  13. Pues no, querido, no es usted el único por estos lares que lee a Conrad, aunque me provoca timidez entrar a platicar sobre el particular con usted, dado que mi conocimiento en la materia es, no obstante, magro, al menos comparado con el suyo.

    Adoro El corazón de las tinieblas, desde luego, pero me dejó especialmente impactado La línea de sombra.

    Feliz año. (Si tienen razón los mayas es el último que nos deseamos, y lo peor es que el Valencia no habrá ganado nunca la Champions) Besos a todos, de verdad.

  14. Creo que sería más optimista decir: Yo lo espero todo del nuevo año pero no tengo grandes expectativas, estoy abierto a lo que venga y buscaré lo nuevo sin descanso. Si no viene o no encuentro nada nuevo me conformaré con la forma de las hojas caídas de los árboles.

  15. Feliz año a todos los habituales de esta casa.

    Ojeando un libro antiguo – de hecho estaba todavía intonso y he tenido que separar la páginas con un cúter – de Julio Camba que me enviaron el otro día de una librería de viejo, me he encontrado con un interesante artículo muy apropiado para el día de hoy. Se titula «Un ejercicio para fin de año», y apareció publicado el 1 de enero de 1935 en el diario «ABC».

    Empieza así Camba su recomendación para el año nuevo:

    «Lector: ¿quiere que yo le indique un buen ejercicio espiritual para fin de año? Pues ahí va la indicación: revise usted sus ideas. Las ideas son, en cierto modo, como las corbatas. Cuanto más originales son, cuanto más atrevidas, cuanto más nuevas y vistosas algunos años atrás, más ridículas y anticuadas resultan hoy. Hay ideas con las que ya no puede uno presentarse decorosamente en ninguna tertulia madrileña y que sólo servirían, a lo sumo, para ir tirando unos mesecitos en alguna pequeña capital de província».

    Si alguien tiene curiosidad por leer el resto del texto, puede leer la columna entera en este enlace:

    http://hemeroteca.abc.es/nav/Navigate.exe/hemeroteca/madrid/abc/1935/01/01/063.html

  16. Pero por Dios, señor Fuster, ¿abrir un libro intonso con un cúter? Por el bien de su alma, y la de los que bien le queremos, no cometa tamaño pecado.
    ¿Tomaría un buen vino en una taza de plástico; apuraría el último coñac en una vaso negro con el logotipo de Star Wars? Un libro de Camba merece finura en el trato, la amabilidad de un abrecartas, si es posible de marfil o metal noble.
    Pero no achaco la conducta a una decisión personal, más bien la adscribo a esta manía de la mercadería industrial que se ha apoderado de nuestros hábitos y no nos deja apenas espacio para la decisión sutil y meditada.
    Un libro de Camba, cualquier libro, a decir verdad, merece un filo circunspecto. Hágalo, al menos, por la memoria de aquellos a los que ahora dedica su feraz tiempo y su ímprobo trabajo de investigación; ipsum est, Baroja, Azorín et allium.
    Le deseo un esperanzador 2012; por favor, manténgame informado de sus avances barojianos que tanto valoro, y aleje los filos industriales destinándolos al arduo trabajo de los desembalajes.
    Un abrazo.

  17. La vida en el mar y en puertos extranjeros constituye el telón de fondo de casi todos sus relatos, pero su obsesión fundamental fue la condición humana y la lucha del individuo entre el bien y el mal. Con frecuencia el narrador es un marino retirado -posiblemente el alter ego de Conrad, puesto que algunas de sus novelas se consideran autobiográficas-; ejemplo de ello es su primera obra publicada, La locura de Almayer (1895), que recoge sus recuerdos de Oriente. Una de las novelas más conocidas de Conrad es Lord Jim (1900), en la que explora el concepto del honor a través de las acciones y sentimientos de un hombre que se pasa la vida intentando expiar su cobardía durante un naufragio ocurrido en su juventud. Otras obras suyas son: El negro del Narcisus (1897), centrada en un marinero negro; El agente secreto (1907), sobre los anarquistas londinenses; Bajo la mirada de Occidente (1911), ambientada en la Rusia represiva del siglo XIX; Victoria (1915), ambientada en los mares del sur; y el relato El corazón de las tinieblas (1902) que revela las aterradoras profundidades de la corruptibilidad humana, es una de las historias más conocidas de Conrad. Casi todas sus obras reflejan cierta tristeza. Su estilo es rico y vigoroso, y su técnica narrativa se sirve con habilidad de las interrupciones en el discurso cronológico. La construcción de sus personajes es sólida y eficaz. Conrad murió en Bishopsbourne, cerca de Canterbury, el 3 de agosto de 1924. Influyó de manera decisiva en la novela moderna, y su obra le valió el reconocimiento de destacados contemporáneos suyos como Arnold Bennett, John Galsworthy, Ford Madox Ford, Stephen Crane y Henry James.

  18. Tenga cuidado, Fuster, Millón ametralla con metáforas. Por cierto, escritor a revisar, Julio Camba, yo me lo pasé muy bien con La ciudad automática. El artículo que nos trae es excelente.

  19. Que conste, señor Montesinos, que la culpa la tuvo él, él fue quien me incitó…el cúter, digo. Tengo un especial encono a este dichoso utensilio. Es verlo sobresalir por el bolsillo de cualquier empleado de alguno de los grandes almacenes y me entra el pánico. No sabe usted lo que me acongoja ver la destreza de estos empleados en el corte abrupto y canalla de las cajas y sus celofanes o cualquier otro polímero.
    Hablando de filos, me preparo para irme al cine y ver El topo. Veremos. Por cierto, qué gran novela de Conrad, la de El agente secreto. Lejos de lo marítimo, se adentra con escalpelo -otra vez el dichoso filo- en el anarquismo británico de fines del XIX.

  20. Amigo Juan Antonio: tienes toda la razón. Un autor exquisito como Camba merece un trato mejor, pero no tenía un buen abrecartas a mano. De todas formas, he ido con mucho tacto y ha quedado perfecto, lo cual no era nada fácil en un libro que lleva varias décadas esperando a que alguien tuviese a bien abrirlo al mundo. Y enlazando con lo que dice Montesinos, debo decir que a Camba hay que recuperarlo (en eso andamos algunos), pero no a cualquier precio. El que las editoriales pasen de reeditarlo (salvo honrosas excepciones) redunda en sus escasos lectores, que nos vemos obligados a pagar cantidades importantes en librerías de segunda mano que se aprovechan de nuestro fetichismo de lectores. Lo que no me he gastado estas fiestas en marisco me lo he gastado en libros de Camba (y sobre Camba). Es una pena, pero hay muchos escritores españoles de esa época que, eclipsados por sus coetáneos más famosos, han quedado en un injusto olvido, salvados únicamente por lectores curiosos que gustan de rescatar a estos «segundones» de la historia literaria patria.

    Con respecto a Baroja (uno de los que eclipsa al resto de su generación), decirte que – salvo imprevisto – en pocas semanas saldrá a la venta el número 37 de la revista «Pasajes» con un magnífico dossier monográfico dedicado al novelista vasco que hemos coordinado el Sr. Serna y servidor. Daremos cumplida información cuando proceda, pero ya te adelanto – a ti y al resto de lectores – que te gustará mucho. De Azorín también deberían salir cosas el año que viene, pero visto lo visto (el sector editorial también está notando la crisis, y de qué manera), ya no me atrevo a decir cuando. Paciencia…

    Y hablando de monográficos, enhorabuena por el último número de «Braçal» dedicado a ese saguntino ilustre que fue Josep Lluís Blasco. Espero que la gente del Camp de Morvedre sepa valorar el esfuerzo que están haciendo desde esa ejemplar publicación por recuperar la memoria de sus convecinos. Desde la Ribera les miramos con envidia sana.

  21. Julio Camba, qué maravilla. Yo estoy ahora con Manuel Chaves Nogales, pequeñoburguės y analítico..

    Ya ven. Descubriendo lo obvio.. Ya les diré.

    ¿Un cutter? Permítame decirlo, sr. Fuster, pero no hay cosa más espantosa. Nunca he tenido uno en mis manos más de cinco minutos. Me parece un arma que carga el diablo.

  22. Vaya casualidad. Yo también estoy con Chaves Nogales ¿»A sangre y fuego»???

    Qué diferencia se aprecia en la obra de este autor. Además de escribir desde su experiencia directa de la guerra no tuvo la posibilidad de ver una dictadura totalmente instaurada; a diferencia de otros, que además de tener esa experiencia tuvieron también la retrospectiva y vivencia del régimen.

  23. La vida en el mar y en puertos extranjeros constituye el telón de fondo de casi todos sus relatos, pero su obsesión fundamental fue la condición humana y la lucha del individuo entre el bien y el mal. Con frecuencia el narrador es un marino retirado -posiblemente el alter ego de Conrad, puesto que algunas de sus novelas se consideran autobiográficas-; ejemplo de ello es su primera obra publicada, La locura de Almayer (1895), que recoge sus recuerdos de Oriente. Una de las novelas más conocidas de Conrad es Lord Jim (1900), en la que explora el concepto del honor a través de las acciones y sentimientos de un hombre que se pasa la vida intentando expiar su cobardía durante un naufragio ocurrido en su juventud. Otras obras suyas son: El negro del Narcisus (1897), centrada en un marinero negro; El agente secreto (1907), sobre los anarquistas londinenses; Bajo la mirada de Occidente (1911), ambientada en la Rusia represiva del siglo XIX; Victoria (1915), ambientada en los mares del sur; y el relato El corazón de las tinieblas (1902) que revela las aterradoras profundidades de la corruptibilidad humana, es una de las historias más conocidas de Conrad. Casi todas sus obras reflejan cierta tristeza. Su estilo es rico y vigoroso, y su técnica narrativa se sirve con habilidad de las interrupciones en el discurso cronológico. La construcción de sus personajes es sólida y eficaz. Conrad murió en Bishopsbourne, cerca de Canterbury, el 3 de agosto de 1924. Influyó de manera decisiva en la novela moderna, y su obra le valió el reconocimiento de destacados contemporáneos suyos como Arnold Bennett, John Galsworthy, Ford Madox Ford, Stephen Crane y Henry James.

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