El retrato de Aznar

 

A principios de abril de 2014, la prensa informó de la inauguración de una muestra en el George W. Bush Presidential Library and Museum, en Dallas (Texas). La exposición llevaba por título ‘El arte del liderazgo: diplomacia personal de un presidente’.

¿El arte del liderazgo? ¿Y quién ha dicho que liderar el mundo sea una cosa artística? ¿Y quién ha dicho que la diplomacia personal sea algo de interés? Nos encanta la sinceridad abrupta de George W. Bush: no hay máscara. No hay trampa ni cartón. Un enunciado suyo dice las cosas con narcisismo herido. Y dice o señala los hechos tal como son. Sin ambages.

En dicha muestra se presentaban cerca de treinta retratos de líderes mundiales. ¿Hay treinta líderes mundiales? Repitamos la pregunta: ¿hay treinta líderes mundiales? El liderazgo es un fenómeno en descenso. El propio José María Aznar lo ha dicho en repetidas ocasiones cuando deploraba el estado de la gobernanza en España. ¿Gobernanza? Qué palabro. En otros tiempos podríamos haber reunido trescientos: trescientos líderes mundiales. Ahora sólo caben treinta. Pablo Martínez Pita, de ‘ABC’, informaba del hecho el día 5 de abril de 2014. No me refiero a la falta de liderazgo. Aludo a la exposición:

«Uno de los primeros visitantes con los que el visitante se topa es el del expresidente español. Allí está su imagen sonriente con chaqueta negra y corbata azul». Así es: chaqueta oscura, corbata de tonos azulados con alguna raya y lo que efectivamente parece una sonrisa. O un morrito.

Aparte de fotografías, la muestra incluía de cada mandatario o celebridad algunos objetos. En el caso de Aznar, «un juego de figuras de ajedrez de madera que el político español le regaló y un ejemplar del libro ‘Ocho años de gobierno: una visión personal de España’ del exgobernante español, con una dedicatoria un tanto atrevida: «Con el deseo de celebrar una gran victoria el próximo noviembre… y siempre´´…»

Por supuesto, el sector progresista del electorado (español, al menos) se mofó rápidamente del retratista y del retratado. El pintor es sólo un esforzado principiante; y el modelo es únicamente un tipo anodino con una sonrisa nada sensual. Imaginen a Aznar riéndose a mandíbula batiente y mostrando los dientes. Es altamente probable que no estén sucios ni cariados, pero lo parecen. Cuando el ex presidente nos muestra el interior de su boca nos sobrecogemos. Y no lo decimos con acritud… ¿Alguien que nos representó por el mundo tenía esa dentadura? ¿Mostraba esos dientes a sus colegas? Daría miedo. No sabemos. Es decir, creemos que resulta preferible que Aznar no luzca una amplia y abierta risa si no pasa antes por un odontólogo o un ortodoncista que lo adecente.

Cuando David Bowie, el famoso cantautor, tenía sus dientes amarillentos por el tabaco y otras sustancias, cuando su boca no resistía una fotografía, el británico tomó una decisión radical. Se puso unas fundas nuevas que, vistas de cerca, eran un sol. Como el rey de España, podríamos decir: que luce una dentadura perfecta. O no: quizá la del monarca sea demasiado grande y caballuna. Hoy en día (decía yo en 2014), cuando Bowie abre la boca, da gusto. Bueno, la verdad es que siempre da gusto este muchacho.

Puede que Bush júnior sólo sea un pintor primerizo, con pocas mañas, con escasas habilidades. Puede que no alcance la excelencia. Puede que sus obras no logren el vistuosismo. Pero, frente a la opinión progresista, hemos de aceptar que el ex presidente estadounidense es un hacha retratando a sus colegas: los presenta con todos sus vicios, con sus tics congelados, incluso empeorándolos: los tics y los portadores.

Por ejemplo, tiende a ponerles los ojos asimétricos o inclinados, como si estuvieran desajustados. A Angela Merkel, sin ir más lejos, no hay manera de reconocerla: está más joven, está más torcida, está más sensual. Y además tiene sombras o claridades en las cuencas propias de quien esquía. En general, George W. Bush tiende a quitarles grandeza a sus colegas con esas caras de muñecos con las que los maltrata.

Sin duda, de todos los que hemos podido ver, quien da miedo es Vladímir Putin, excepcionalmente retratado. Tiene un aspecto enfermizo y tiene una ojera descomunal, como labrada. Es una decisión sabía del retratista. Pero puestos a elegir, preferimos a su padre. Nos referimos al padre de George W. Bush: el óleo que le dedica a su progenitor es ciertamente hostil. Uno no puede querer a un padre para al final dedicarle un retrato tan poco amistoso. Tiene el rostro sonrosado: como quien toma whisky a todas horas; tiene la cara abotargada, como quien se riega con licores de alta graduación. Es, sí, un óleo insólitamente realista. ¿Y freudiano?

Bush júnior es un genio involuntario de la psicología o de la hostilidad. A Aznar lo retrata con un cabello feo, quizá aceitoso, mal cortado y con cerlitas. Necesita un corte de pelo urgente. En el cuadro, el bigote ya está desapareciendo, las carnes cuelgan en esa madíbula insólita, los ojos no dicen nada o, como mucho, recuerdan a los de un Saddam Hussein sonriente.

No puede ser.

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