Lo que es el fanatismo

Blog de Campaña de El País (Comunidad Valenciana)

Uno. Hoy martes 24 de de mayo, a las 19:30 horas, en el Colegio Mayor Rector Peset de Valencia (Plaza del Horno de San Nicolás, 4), reflexionaremos sobre La identidad y el fanatismo. El acto, que es abierto y público, forma parte del ciclo El divan al carrer. Es una sesión en la que intervendremos Antonio Felis, psicoanalista, y un servidor. Presentará el acto José A. Loren. Organizan el Centre Psicoanalític Valencià (APM) y el Col·legi Major Rector Peset (Universitat de València).

Parece obvio qué es el fanatismo, qué averías de la identidad lo provocan. Es un estado henchido y es un estado de carencia, de exaltación y de laceración. Yo hablaré del fanatismo político y me centraré en un caso especialmente dañino y modélico: el fascista.

Al fanático le dan vida la unanimidad, el colectivismo, la forzada coherencia de las cosas, las percepciones únicas. Tolera mal o simplemente no tolera la discrepancia, la disensión, los planteamientos contrarios o contradictorios.  Se administra un tóxico: el de la comunión. Porque el fanatismo ideológico se da cuando hay una religión política que crea una comunidad moral con dogmas de obligado cumplimiento.

El individuo corriente obra con sentido común, con sentido práctico, con realismo, con responsabilidad, con algo de optimismo y con resignado escepticismo: las cosas pueden mejorar, hay que aplicarse a ello, pero al final nada hay perfecto. Nos morimos.

En principio, el fanático piensa con convicciones profundas y absolutas, sin contemplaciones: justamente, piensa con principios de los que no se apea. Y, de entrada, obra sin medir las consecuencias. Fiat justitia et pereat mundus. Y obra siguiendo torticeramente el precepto bíblico: quien no está conmigo está contra mí. Por tanto divide el mundo en amigos y enemigos: aquellos que son de los nuestros y aquellos otros que se nos oponen sin razones y con malicia.

Dos. Lo dije tiempo atrás y lo repito ahora.

El fanático fascista es alguien que tiene un acusado sentimiento de crisis, alguien que cree asistir al declive imparable de su patria; alguien que hace de la nación su hipóstasis y su primacía; alguien que se juzga víctima de una injuria inextinguible; alguien que ve enemigos por todas partes, extranjeros llenos de doblez o nacionales que abdican; alguien que predica una integración más firme y más estrecha en la comunidad a la que hay que rendir tributo; alguien que deplora las formas suaves del gobernante negociador, justamente porque valora la superioridad de un liderazgo fuerte, incluso instintivo; alguien que basa su empeño en la voluntad. Para que el fascista triunfe necesita un partido, necesita una crisis profunda que pregonar, necesita un adversario convertido en enemigo –como diría Carl Schmidt–, necesita una violencia generalizada, una guerra que justifique la depuración, incluso el exterminio. Pero sobre todo para que triunfe el fascismo, un régimen de esta naturaleza necesita un líder carismático (un líder con alguna cualidad fundamental), un Führer, un Duce o un Caudillo.

Un caudillo es un hombre que se sabe providencial, con alguna cualidad irrepetible, con un aura particular que lo distingue. Suele llevar barba o bigote poblado y esos pelos viriles le dan un porte verdaderamente masculino. Es un varón macho, muy macho, bien dotado, con atributos de los que hacer ostentación: con coraje, con un
valor incluso temerario que no se le arruga en circunstancia adversa, quizá temporal. Es un guerrero con uniforme de campaña o de gala, con charreteras y medallas: un combatiente, alguien preparado para la declamación castrense y la lucha, para una contienda inevitable en la que siempre están en juego los
valores más apreciados a los que no podrá renunciar. Le va la vida en ello. Es un individuo humilde y verbal, gran amante de la oratoria: alguien que tiene a bien exhibir su condición modesta, popular y plebeya, alguien que dice inspirarse en una comunidad a la que le unen vasos comunicantes, lazos firmes y primarios. Es el hombre de la nación en armas.

Hay circunstancias en que el país atraviesa momentos gravísimos que no todos quieren admitir, situaciones de decadencia o de amenaza, de corrupción, situaciones de las que se benefician los enemigos externos, siempre dispuestos a hostigar y a rapiñar lo ajeno. Acechan y vislumbran la debilidad. Hay instantes, en efecto, en que la nación se hunde ante la ceguera del común y la insidia y la traición de los antipatriotas, vendidos a los extranjeros. Es entonces, justo entonces, cuando un puñado de soldados o de combatientes que forman el
último pelotón de guerreros salvan la patria y la civilización. Guiados por ese hombre providencial, dichos campeones sabrán qué hacer, cuáles son sus objetivos y quién es el enemigo a derrotar. La guerra en la que participaron o en la que ahora anhelan estar no ha concluido, pues la política en la que luchan es el frente de batalla en la que habrán de librar choques cruentos coronados con victorias memorables.

Pero para ello hay que organizarse como vanguardia militar, un comando selecto de bravos soldados entre quienes se alza aquel varón irrepetible y duro, carismático y obsequioso. Como ocurre en la guerra, el general da las órdenes y la tropa cumple: no hay discusión ni hay revocación, sólo obediencia  y ejecución. El combate llama a combate y nuevos seguidores se suman al ejército de los veteranos que empezó y proclamó la movilización: se alistan, son encuadrados y, como los pioneros, hacen de la violencia quirúrgica y sanadora su instrumento
de convicción. Al enemigo se le derriba y se le elimina en un frente que es ya toda la ciudad.  Aquellos primeros combatientes no se doblegan ante los tempranos fracasos y, sabedores del declive imparable de su patria, se levantan una vez y otra más, exaltando a quien les tutela y guía con mano firme y penetración. Cuando libra esa batalla, el caudillo, que es instinto y voluntad, no puede pactar ni rendirse, pues la nación injuriada es la deshonra que ha de vengar.

El caudillo logra los primeros triunfos y gana la guerra postrera: pero es ya al principio cuando despliega toda su ferocidad, pues nadie se le podrá oponer. Le organizan desfiles y marchas, exaltaciones y demostraciones, y allí, sobre el catafalco prueba una vez más las dotes oratorias que le dieron fama y que le auparon hasta el final. Hay una exhibición, una escenografía, gestos, dramas que el caudillo representa para ilustración de esa patria que, ahora sí, ve el aura que lo nimba. Él es el jefe de ese puñado de soldados que, a la postre, ha salvado la civilización…

Mientras tanto, lo que empezó como un regato de sangre ha acabado inundando el frente y el mar, de un rojo salvador. Con el tiempo y poco a poco, el caudillo declina y la rutina con que lo ensalzan también. Los tiempos cambian y sus súbditos innumerables envejecen buscando seguridad con egoísmo culpable y material: aquellos que lo alzaron ya no ven justificación y sólo la esperanza de su retirada o dulce muerte o prologada agonía es la solución final…

Fotografías del acto

Fotografías: Archivo del Colegio Mayor Rector Peset

8 comentarios

  1. Qué barbaridad Sr. Serna, me deja boquiabierta. No se podría expresar usted mejor: esto es precisamente a lo que yo me refería cuando hablaba de «comportamientos fascistas».

  2. Vaya, pues gracias. Esa descripción del fanatismo fascista no es, por desgracia, una cosa del pasado. Hay personas que aún se comportan así…

  3. Curioso, pero tanto Hitler como Franco o Stalin fueron físicamente muy deficientes…

  4. Nada, Elector, nada. La campaña electoral acabó el domingo, cuando se celebraron las elecciones.

  5. Por eso celebraremos la democracia y los procedimientos de renovación política y social. El PSOE va a renovarse, decidir candidato y presentarse con nuevos bríos a las elecciones generales. Democracia real ya, sigue manifestándose. Creo que se va a pedir la eliminación de la ley d’Hondt (creo que lo he escrito bien) y la barrera del 5%, que los cargos políticos no cobren tres o cuatro sueldos.
    Estoy terminando Los enamoramientos de Javier Marías y no es una obra redonda, tiene algunos fallos, sin embargo te mantiene desde el principio hasta el final atento -como buen maestro que es el autor- a la trama, que da dos giros, uno en la página 200 y otro hacia el final, hacia la página 300.
    Me voy con Murakami en breve, con IQ84.

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