Los años de la infamia

Por supuesto, quienes por entonces éramos mayores o ya estábamos en la crecida de la edad podemos recordar perfectamente qué hacíamos y dónde estábamos cuando los atentados de Madrid (2004).

Vimos las imágenes en televisión, pero fue después, horas después, tras la conmoción muda y el estupor.

La primera impresión, la desconcertante impresión que el suceso nos provocó, fue causada por otros medios: por la radio y también por la versión digital de los periódicos.

Recuerdo concretamente que yo me hallaba en mi despacho de la Facultad, en mi cubículo forrado de libros.

Al poco de estar allí, la desazón ya era quemazón. Yo quería compartir mi tristeza y mi asombro.

Precisamente por eso dejé la puerta abierta para hablar con los compañeros conforme pasaban para iniciar la jornada en el Departamento de Historia Contemporánea.

Todos teníamos algo que decirnos, una frase, un gesto, nuestro mutuo desconcierto.

La puerta quedó efectivamente abierta, lo que facilitó que llegara a formarse un pequeño corrillo de colegas consternados.

Pasaban, sí, y algunos se detenían abatidos, mostrando su incredulidad, su dolor, con el gesto desencajado, preguntándonos todos si aquello era posible.

No podíamos creer ni aceptar que esa barbaridad hubiera sucedido. ¿Acaso porque creyéramos incapaces de tamaña crueldad a los terroristas previsibles o habituales?

Lo que nos sorprendía, al menos a mí, era el nihilismo de la operación, las consecuencias imprevisibles de la matanza, la imposibilidad de controlar los efectos de aquella masacre.

Recuerdo expresamente una de las frases tópicas que yo mismo fui repitiendo esa mañana: si ha sido ETA, ETA está acabada.

Recuerdo también haber leído con urgencia los artículos que iban apareciendo en la versión digital de El País y de otros medios a propósito de los atentados.

Buscaba y leía con vehemencia las primeras crónicas, las primeras tribunas de opinión.

Conocidos colaboradores de la prensa expresaban su repudio y, a la vez, intentaban esbozar un primitivo análisis.

Hubo muchos errores de percepción y mucho aspaviento equivocado en aquellos primeros textos, precisamente porque lo principal faltaba. Y

¿Y qué era lo principal?

La información.

Carecíamos, en efecto, de noticias enteramente fiables, carecíamos de datos concretos, contrastados y fidedignos que nos permitieran tener opinión.

Vería después, hacia el mediodía, al ministro del Interior. Me refiero a Ángel Acebes, al que yo le tenía especial inquina.

Comparecía y, a mi juicio, balbuceaba y zanjaba toda duda. Todo ello a la vez, si tal cosa es posible.

Pero antes habíamos escuchado al lehendakari sin saber qué decirnos. También habíamos seguido la comparecencia de Arnaldo Otegi.

Con aversión y asombro. Otegi no acostumbraba a salir ante los medios para descartar autorías.

Los sentimientos eran encontrados. Recuerdo haber derramado alguna lágrima que no pude ni quise reprimir.

Enmudecí.

No puede ser, me decía. Tales eran la crueldad y la inverosimilitud de los hechos.

Pero, sobre todo, tales eran la atrocidad y el número de víctimas (de muertos y heridos).

Tenía la percepción embotada. Sentía rabia, asco, pena y una tristeza difícilmente consolable.

Aquella mañana, yo no tenía clases. Me encontraba en mi despacho en horas de tutoría. Por supuesto, ningún alumno acudió.

Ya digo: el cubículo forrado de libros en el que yo me encontraba se llenó durante unos minutos de colegas.

Apenas podían contener la emoción y el dolor, nada diferente a lo que miles o millones de conciudadanos sentían a esas mismas horas.

Un compañero de trato frío, pero al que siempre he respetado, me reprochó algo: convertirme en portavoz de lo que El País digital difundía.

En 2004 o antes, él se había apeado. En efecto, había dejado de leer dicho periódico.

Ahora se había pasado al diario más combativo. Eso me dijo.

—¿Cuál? —pregunté yo sin malicia alguna.

El Mundo, por supuesto. Desde el ‘Caso Amedo’—me dijo— es el único diario que se puede leer.

—¿Seguro?, repliqué ante la credulidad del cofrade.

Ni él ni yo sabíamos lo que se avecinaba. Años de infamia que no acabaron con la sentencia del 11-M.

Tiempo después de haber terminado el proceso judicial procuré analizar brevemente el papel ejercido por El Mundo, el único periódico que, a juicio de mi colega, sólo se podía leer.

No hace mucho volví a reproducir dicho post. Sentí la misma impresión de asco e incredulidad.

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El 11-M. Teoría de la interpretación conspirativa

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