«…su vida fue el más rotundo mentís dado a la justeza y a la necesidad de las adhesiones irrevocables y las pertenencias telúricas.
Emil Cioran fue un apátrida afincado durante muchos años en París, un escritor que, sin sentir nostalgia del limo original, abandonó el rumano a favor de la lengua francesa sin profesar nacionalismo alguno, un polemista dotado de humor y de desgarro, un estilista que hizo de la expresión su pasión, del retorcimiento elegante y del solecismo intencional su modo de salir airoso, de auparse por encima del idioma prestado.
Fue alguien que predicó el hastío de vivir, la derrota que significa haber nacido, el vacío existencial, el recuerdo de un paraíso que no puede satisfacer nacionalismo alguno. Practicó un sedentarismo paradójico viviendo en hoteles durante mucho tiempo, evitando con ello el arraigo.
Disfrutó de las pequeñas cosas de la vida cotidiana sin darles la trascendencia grave y esencial de las que carecían. No se tomó enfáticamente y se vio con ironía, con la ternura del que se sabe desvalido sin comunidad de iguales, sin nación.
Recomendaba, por ejemplo, la visita frecuente al cementerio para aplacar el dolor humano, para rebajar la herida que lo ordinario nos inflige y, más aún -añadiría yo mismo-, para alejar la soberbia, para evitar la jactancia arrogante del éxito y del rebaño que nos acoge.A lo que nos cuentan, fue a la vez orgulloso y autopunitivo, tortuoso e irreparablemente vitalista sólo porque sabía de la posibilidad cierta del suicidio.
Un personaje así merece la pena frecuentarlo, pero un personaje así no es, desde luego, un buen aliado para justificar la causa del nacionalismo. Cuando se cierne sobre nosotros el narcisismo de las pequeñas diferencias, cuando las heridas que vivimos se nos hacen irrestañables o cuando creemos que no podemos aliviar el dolor, hay que volver a Cioran, alguien que abandonó la cerca, alguien que domeñó el idioma y que, a la vez, logró ser extraterritorial…»
Esto, que ahora reproduzco, lo dije en 2001, a comienzos de ese año. Décadas después he logrado visitar la tumba de Cioran, en el Cimetière du Montparnasse. Los cementerios son un lugar de recogimiento sí, pero son también el recinto de las bellas artes, de la vanidad y, por qué no, de la esperanza. ¿En la resurrección? Qué quieren que les diga. Cuando no se aguarda redención alguna, ni más allá, ni cielo, el camposanto te baja los humos. Ya no estás en las nubes.
Lo constato. Emil Cioran y Simone Boué descansan en paz.