Uno. Cuando digo fiesta nacional no me refiero a los toros, a las corridas, que siempre me han producido un desinterés preocupante y culpable. ¿Quizá debería haberme adherido a uno de los dos bandos? No me refiero a los toros de lidia.
No me refiero a ello, pero me veo envuelto en asuntos calamitosos, como la última polémica antitaurina, con twiteros feroces que agraden verbalmente a un niño que quiere ser torero, y con diestros muy rancios que aprovechan la controversia para filosofar pedestremente sobre la corrida nacional.
No me veo en el bando de los taurófilos, porque la sangre que corre por el lomo del toro banderilleado, el trapo rojo que lo engaña y lo aturde o el estoque que finalmente le da muerte me producen aversión, rechazo.
Pero tampoco me veo en el bando opuesto, tal vez por pereza militante. Y por el fanatismo animalista de algunos, cuyo entusiasmo antitaurino es propio de plastas y salvadores. Simplemente me repele la violencia: aunque venga adornada de lances de gran belleza formal o convulsa; aunque sólo sea ornamento verbal de militantes de una buena causa.
En el cine la violencia la tolero mejor. Hace años me sorprendió Quentin Tarantino con su Pulp Fiction (1994). ¿Banalizaba la crueldad? ¿Bromeaba con la muerte? Recuerdo haberme reído mucho con John Travolta y Samuel L. Jackson cuando intentaban limpiar el interior de un automóvil salpicado con los sesos de un tipo al que acababan de apiolar. Al final el Sr. Lobo, interpretado por Harvey Keitel, solucionaba el problema.
En el cine sabes que esa sangre es ficticia, aunque –admitámoslo– quizá su exhibición produzca efectos poco edificantes entre los espectadores. Una polémica entre Antonio Muñoz Molina y Javier Marías sobre esto mismo se desarrolló en El País hace años. ¿Quién ganó el certamen? Esa discusión es un debate de nunca acabar. No hay manera de darle la puntilla: ¿cómo hemos de tomarnos las violencias que son representación, que no son crueldad real?
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Dos. No: cuando digo fiesta nacional no me refiero a las corridas de toros. Aludo a las efemérides que las naciones, éstas o aquéllas, festejan. 12 de octubre… Estamos en un día de recogimiento patriótico.
Perdonen, pero siento nada especial. Es más, la fiesta es un residuo de otros tiempos belicosos, justo cuando había que lucir con ostentación la propia fuerza: los carros y los cazas, la legión y la tropa, vaya tropa.
Para quitarse este vicio les recomiendo reflexionar sobre el peso muerto de la historia en estas celebraciones. Reparemos. Mi tesis es que las Fiestas nacionales se basan en esta cantinela que entrecomillo:
«El peso del pasado en la comunidad de los vivos, el lastre que han de acarrear los contemporáneos, un fardo, un tiempo remoto de naciones ya formadas, ya constituidas, ante las que hoy supuestamente nos deberíamos prosternar».
Ha pasado el 11 de Setembre, la pesadez lastimera de una derrota militar y ahora simplemente la quimera de un separatismo anacrónico. Ha pasado el 9 d’Octubre, un rito cristiano y municipal que festeja el fin de los moros de la morería, nada menos. Está pasando el 12 de Octubre, día de la Hispanidad, antiguo día de la Raza, y hoy «tostonazo» castrense (Mariano Rajoy dixit).
Son todas ellas festividades guerreras, de una belicosidad hoy atemperada. Pero son motivo de exaltación patriótica, combustible para naciones incandescentes. También estas fiestas nacionales tienen su estética. Lamento decir que, como los toros, siempre me han producido un desinterés igualmente preocupante.
Aunque hoy los desfiles militares son de poca ostentación y los actos de afirmación suelen ser tranquilos, con tibio entusiasmo, uno no puede dejar de recordar lo que era el día de la Pilarica cuando Francisco Franco tenía mando en plaza. Qué tiempos, qué abusos.
Aunque bien mirado, un acto como el del desfile militar o el del homenaje guerrero suele ser hoy motivo de abucheos. Es la base de juegos aún peligrosos. Antes, años atrás, el 11 de septiembre en Cataluña servía principalmente para que algunos independentistas increpasen con ferocidad a quienes rendían el homenaje ritual a Rafael Casanova.
Por su parte, el 9 de octubre servía en Valencia para que ciertos extremistas vociferasen acusando a la izquierda de catalanista: todo ello bajo el amparo involuntario del rey conquistador, aquel que nos libró del “yugo musulmán“.
¿Y el 12 de octubre? Ah, la fiesta nacional de España servía hace unos años para que en la parada militar unas docenas de personas insultaran a José Luis Rodríguez Zapatero o al Gobierno en pleno. Qué tiempos, qué abusos. La fiestas nacionales aún sirven y continuarán.
Aunque sean unos tostonazos.
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De eso y de otra municiones patrióticas hablo en El pasado no existe (Madrid, Punto de Vista Editores, 2016).