W. Héroes alfabéticos. David P. Montesinos

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Sobre ‘Héroes alfabéticos’

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David P. Montesinos

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          Debo empezar confesándoles algo. El día que llegó a mi casa el nuevo libro de Justo Serna, este Héroes alfabéticos, tuve una primera reacción que ustedes tacharán de cobarde y que me inclinó a no leerlo de inmediato, gesto más cobarde en la medida en que supe que Justo deseaba que yo formara parte de esta mesa en La Casa del Libro.

De manera que le dije a mi señora esposa que leyera ella el libro. No era una mala idea puesto que mi mujer tiene una creciente predilección por todo lo que hace el señor que tengo a mi lado, cosa que por cierto está empezando a fastidiarme. Yo además tenía una buena excusa para posponer la inevitable lectura porque soy profesor de Filosofía en un Instituto y estaba entonces redactando la programación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía –sí, sí, en inglés-, de manera que andaba algo estresado.

            Una tarde andábamos ambos ocupados cada uno en lo nuestro: yo, rabiando como un perro con la dichosa programación, y ella con una leve sonrisa de lectora interesada ciertamente inquietante. De pronto, levantó la cabeza y me preguntó: “¿qué opinas tu de Lovecraft?” El nombre de este autor trajo a mi mente todo tipo de recuerdos, recuerdos de largas horas de lectura estival y adolescente, la casa de la playa de mi padre, los estantes repletos de toda ese serie de monstruos, asesinos y oficinistas convertidos en insectos que conforman el imaginario en el que nos hemos constituido como sujetos cualquiera de los aquí presentes, ese paisaje mitológico que nos ha suministrado lo que llamamos la novela moderna.

Contesté y, no pude evitar mi pregunta:

-“Bueno, ¿y qué dice tu querido Justo Serna de Lovecraft?”

-“Pues, básicamente –contestó ella- viene a decir lo mismo que dices tú”

Sufrí una eclosión de euforia y me hinché como un pavo real, de manera que esa misma noche y un poco a escondidas ya no pude sustraerme a iniciar la lectura del libro, obviamente empezando por el capítulo sobre Lovecraft. Comprobé que, en apariencia, Justo decía lo mismo que yo, sí, pero, primera decepción, lo decía mucho mejor, y lo que es todavía más frustrante, a medida que iba profundizando en la lectura, comprendí que decía bastantes más cosas de las que yo nunca hubiera sido capaz de decir de mis héroes alfabéticos.

            No puedo decir, como mis dos compañeros y como algunos de los presentes, que conozco a Justo Serna desde hace mucho tiempo. Sabía de él, sí, pero me parecía uno más de esos tipos sesudos de la Universidad. Y acaso sea dentro de esa imagen de profesor universitario donde encuentro el primer tópico que, a mis ojos, convierte a Justo en una anomalía, no sé si monstruosa. Son la mayoría de los que conozco tipos algo engolados, que tienden a mirarte por encima del hombro y que dicen reconocerse a sí mismos en la condición de “investigador” y no en la de “docentes”, como si dar clases contuviera ya en sí algo degradante.

Hay algunos profesores de niños –maestros- en esta sala y entenderán perfectamente que no hay nada despectivo si digo que usted podría ser un buen profesor de la ESO, un buen contador de historias, un buen cuenta-cuentos, como se dice ahora. Creo que hay algo pedagógico en este libro, como lo hay en su blog, tan seguido por tanta gente. Creo que hay un propósito deliberado de enseñarnos algo -¿por qué no?-. Hay una voluntad de sacarnos de la amnesia en que vivimos la mayoría, como si todas esas lecturas mal llamadas juveniles hubieran sido, como el acné, una enfermedad a superar, algo así como un sarampión que conviene pasar pero en el que no conviene demorarse más de la cuenta. Debo decirles que ya he pedido a mi padre que saque del polvo sedimentado durante años “Los mitos de Ctulhu” de Lovecraft, y que además voy a volver a Macondo. En mi caso será la tercera vez. No tiene usted demasiada pinta de adolescente, pero recupero de su mano aquella vieja expresión de asombro, rendida incondicionalmente a la ensoñación que me llevó a los estantes de la casa de la playa hace más de veinte años, y que me propongo ahora recuperar. Ojos abiertos de par en par, como los de los niños, pero con una mirada inteligente, alimentada por el espesor de la experiencia y de muchas otras lecturas, una mirada, creo, más inteligente, pero, en cualquier caso fascinada y deseosa de volver a divertirse leyendo. Usted tiene la culpa esta vez, caballero.

            Soy probablemente una anomalía dentro de esta mesa. Sospecho que soy el único no historiógrafo, ya dije antes que provengo de la filosofía. Justo Serna escribió hace años al alimón, creo, con Isabel Burdiel, un texto titulado algo así como Por qué los historiadores deberíamos leer novelas, título en condicional del cual se deduce que, en efecto, los historiadores no suelen leer novelas. Me sugiere un título nuevo. ¿Por qué los filósofos hemos de leer novelas?. Hay un vicio muy extendido entre los de mi gremio, un vicio de origen platónico, y que tiende a creer que el material del que se nutre la metafísica, los conceptos, están esperándonos, prístinos, perfectamente acabados y redondos, cerrados sobre sí mismos, suspendidos en la intemporalidad, a la espera de que encontremos la llave –llámenla piedra filosofal- que nos permita abrir el cajón y desvelar dichas verdades para que iluminen nuestras vidas para siempre. Como si los conceptos no hubieran  sufrido a lo largo del devenir todo tipo de saqueos, fragmentaciones, diásporas, suturas… Las ideas tienen historia, son historia, pura narración, la aventura del tiempo… Novela en algún sentido. Nunca -debo decirlo- supe hasta estos últimos días que todo lo que había leído en algunos de mis filósofos predilectos como Nietzsche o Adorno, estaba ya contenido en el Frankestein de Mary Shelley: la Razón contemporánea crea monstruos que después escapan a su control y se lanzan a hacer el mal, todo un epítome de nuestro tiempo, toda una verdad filosófica.

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