Inolvidable

Por Juan Calabuig y Justo Serna

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The day she went away
I made myself a promise
That I’d soon forget we ever met,
Well, but something sure is wrong,
‘Cause I’m so blue and lonely.
I forgot to remember to forget.

«¡Uy! Perdónenme… No me había dado cuenta de que esto ya estaba en marcha, de que ustedes ya estaban mirando», admite ante una audiencia cuyos rostros e identidades no percibe. El foco que sobre él se cierne lo deslumbra.

Los espectadores, sí, esos que él no ve, han dejado de murmurar y de hacer ruidos molestos. Hasta ese mismo momento no respetaban el fondo de Elvis, pero ahora enmudecen. Él mira incrédulo, de soslayo.

«Espero que no les moleste un poco de música. No crean, no es que yo vaya dejando canciones por ahí normalmente», se disculpa con timidez. «Últimamente es que, oigan, no sé qué me pasa y a poco que me descuido, zas, dejó mi huella sonora», señala con cierta campechanía poco acorde con la situación.

«Tampoco sé muy bien por qué me ha venido Elvis precisamente a la cabeza. ¿La recuerdan?», y lo dice empleando un verbo quizá inadecuado. «I Forgot to Remember to Forget…”, dice. ¡Sí, de eso se trata, de no olvidar! Pero no es un buen comienzo contar así las cosas. «Cantando no hombre, no», se censura.

Para empezar, no recuerda muy bien a quiénes se dirije, cuál es su público. Le han dicho e insistido en que la reunión semisecreta concentra un número muy limitado de personas. Le han dicho que saliera al escenario y que fuera breve en su exposición.

«No tiene más que unos minutos y procure detallar su experiencia. Esto no es chistoso. Ah y no olvide que su caso es una rebeldí que aquí expone. Nada más», eso le ha recordado, sí, la mujer de uniforme. Lo ha dicho con aspereza. La tenía muy cerca y su boca expelía un hálito cariado. Prácticamente no tenía labios.

«Me llamo Ireneo. Vivo a tres manzanas de aquí y es posible que algunos de ustedes me conozcan», precisa sin ninguna necesidad. Está de pie y carece de cualquier punto de apoyo. El botón superior de la camisa le oprime el cuello y siente un vago malestar. Su cuerpo es un lastre. Ha engordado mucho últimamente y todo le viene ceñido, se lamenta.

«Ya ven, Ireneo, tengo un nombre con el que debo cargar, un nombre innecesario, ya lo sé. Hoy es mi onomástica y mi único día libre en el trabajo. Y ustedes se preguntarán qué hago yo aquí encima de un escenario», puntualiza.

El rito católico (el anglicano también) y los cristianos orientales, celebran su santo en días diferentes. Esos datos no parecen interesar a nadie. Nota ruidos y algún murmullo de desaprobación.

«¡Óiganme, por favor! Concédanme un momento y no me juzguen con dureza… Comprendo que les parezca un loco dando una serie de datos absurdos, haciendo el ridículo. No me abandonen ya. ¡No se vayan tan pronto! Quién sabe, quizá pueda serles útil o, al menos, ponerles en guardia…»

Él sólo quiere advertirles de algo que desconocen, pero está alterado, muy nervioso. Siente sobre nuca la mirada de la mujer sin labio. Ésta es la primera vez que intenta contar algo de su vida. Sabe, además, que están grabando sus palabras para luego colgarlas, para publicarlas, de forma anónima en la red social.

«Me llamo Ireneo», insiste. «Y como ya les he dicho que hoy tengo fiesta, por lo menos, ya pueden hacerse una idea, muy difusa, sí, pero una idea al fin y al cabo, de por dónde van a ir los tiros y nunca mejor dicho». Es cierto que decir Ireneo sin más añadidos sirve bien poco para individualizarlo.

Que él sepa, todos sus compañeros de sección, un centenar más o menos, comparten ese mismo nombre. Tan sólo les identifican las tres cifras que se añaden en sus respectivas placas y en el registro donde deben fichar al comienzo y final de su trabajo diario.

«A nadie parece importarle esta uniformidad tan inhumana. Tampoco a mí me afectaba hasta hace poco tiempo. Yo he estado como todos, ciego, adormecido, utilizado». Alguien, varias personas le han ayudado, y mucho, a despertar.

«No esperen que revele sus nombres, que les hable de ellas, ni de cómo, ni del porqué». Ahora ya no puede volver atrás. No puede hacer como si no recordara ¡Ahora ya no puedo olvidar! Como alguien debió escribir alguna vez para que ahora lo recuerde: “mi memoria es como un vaciadero de basura.”

Sí, un auténtico vertedero de desechos, repite esa declaración con otras palabras mientras busca una silla en cuyo respaldo asegurarse. La dama uniformada le alcanza un taburete . «Todo me parece una broma de muy mal gusto. Un mal chiste con alguna finalidad macabra», se lamenta.

«Empecemos por explicar a qué me dedico en absoluta exclusiva: Trabajo, o sirvo, no lo tengo del todo claro, en una agencia llamada IFI. Esas tres letras nos persiguen a todas partes durante el día.

Están estampadas en el mono negro de trabajo, en las paredes y suelos de los pasillos, en las oficinas y despachos, en los vehículos del parque móvil, en el enorme letrero que nos recibe y despide cada jornada. Siempre IFI, IFI:

INTERNATIONAL FUNES INSTITUTE

Bien mirado, parece obra de un guionista barato. ¿Un Ireneo Funes, el Funes del cuento obvio de Borges: “Funes el memorioso”. Menuda ocurrencia tan sobada… Toda una sección con el mismo rótulo haciéndole un guiño a los superiores.

«Nuestro cometido es bien sencillo: nos dedicamos a hacer que la gente no recuerde demasiado, a borrar parte de la memoria del mundo. Nosotros precisamente llevamos el nombre de alguien que no podía olvidar».

Toda una agencia con el mismo apellido del personaje que confesaba, no sin pena: “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo.”

«El Instituto Funes. A saber qué nombre propio les habrán puesto a los trabajadores de las otras dos secciones que completan la agencia». No quiere pensarlo, ni lo sabe ahora que ya está en plena posesión de su propio yo, de su memoria. Se trata de algo mucho más secreto, más horrible que cualquiera de sus tareas ordinarias.

Èl recela, como es lógico y, por ello, vuelve la cabeza constantemente, como si esperara su inmediata detención. El taburete no le da arraigo ni confirmación. Siente flojera en las piernas. Pero su pensamiento o su temor son absurdos. Nadie sabe que están allí, en aquella pequeña sala de teatro. Se halla en una barriada distante.

«Tan sólo sé que la Segunda Sección, está integrada por una especie de bomberos que van quemando libros por donde quiera que ese mal resurja. La Tercera (yo jamás los he visto, ni siquiera de lejos) está preparada para acabar definitivamente con cualquier brote de hipermnesia individual o colectiva. Casi ni prefiero pensar en ella. ¿Pero cómo se llamarán todos esos monstruos?», dice agachando la cabeza.

¿Era necesaria esa burla? Resulta un auténtico ultraje. «Les voy a dejar por el momento, he de descansar, mañana madrugo. ¿Pero con qué cara miraré al supuesto sargento Conrad (me he hartado de llamarlo Ireneo) cuando al terminar la reunión matinal y el reparto de funciones, suelte lo de siempre:

–No olviden que recordar es dejar de pensar. ¿O era al revés? –se atreve a bromear.

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