Hoy he vuelto a Canterville

No puedo añadir gran cosa. No puedo añadir gran cosa a lo que me sugirió la primera relectura. Pero no quiero dejar de transmitir mi entusiasmo por una obrita maravillosa.

Releo la obra de Oscar Wilde. Ojalá pudiera decir: anoche soñé que regresaba a Canterville… No puedo, pero he vuelto, sí, a El fantasma de Canterville, una novela breve que Oscar Wilde publicó en 1887. 

La releo –ahora ya por cuarta vez– en la versión de Mario Lacruz, recientemente recuperada por la editorial Funambulista. ¿Es un relato gótico? ¿Es propiamente una novela de fantasmas?

            

Como indica su título trata de espectros, de aparecidos, sí. Trata de un ser que penosamente sobrevive o malvive desde 1584. Desde 1584. Nada menos. Penoso. ¿Ustedes se imaginan?

Estamos a finales del siglo XIX y, por tanto, el fantasma lleva mucho tiempo haciéndose presente, manifiesto: asomándose en el momento en que va a ocurrir una desgracia, una defunción en la familia propietaria del castillo. 

Desde luego es para pensárselo: quiero decir, es para pensarse la compra de una heredad cuyos habitantes se ven periódicamente trastornados por esa fantasmal presencia, unas apariciones que certifican y confirman una desgracia doméstica, una predicción o su misma causa. 

La respuesta del comprador, Hiram B. Otis, de espíritu tan práctico y estadounidense, no ofrece dudas: ¿me dice, milord, que cada vez que alguien enferma y muere se hace presente el fantasma? Bueno, igual hacen los médicos de cabecera, Lord Canterville. 

«Los fantasmas no existen», aclara el norteamericano, «y supongo que las leyes de la Naturaleza no hacen una excepción con respecto a la aristocracia inglesa». 

Es curioso: años después, hacia 1897, Drácula, el viejo noble feudal que arrastra siglos de penosa vida viaja a Inglaterra para comprar fincas: tierras e inmuebles que habrán de convertirle en un hacendado. 

Se desplaza al centro del Imperio, al núcleo del capitalismo industrial, comercial, inmobiliario. Los fines están claros: apoderarse del fluido vital de la Gran Bretaña. 

En cambio, en la novela de Oscar Wilde, son los estadounidenses los que llegan para adueñarse no sólo de sus viejos castillos, sino también de los bienes inmateriales, de esas propiedades intangibles que son sus fantasmas: en realidad, para arrebatarles incluso el pasado que es su gloria y mayor pertenencia. Pasado y heredad son la rúbrica de una nación poderosa. 

La obra de Wilde no es exactamente terrorífica, sino humorística, con esa melancolía algo triste de quien ve mudar el mundo y sus certidumbres más arraigadas. Es lo que nos pasa a nosotros. No hay manera de entender el curso del devenir.

«El tema de El fantasma de Canterville pertenece a la novela gótica, pero, afortunadamente para el lector, el tratamiento no lo es. En este divertido relato, los americanos no toman en serio al fantasma, y ni los lectores ni Wilde toman en serio a los americanos», dice Jorge Luis Borges en uno de sus prólogos prodigiosos. 

La obra es una mezcla de sátira y farsa, con esa elegancia de la que es y será capaz el autor de El retrato de Dorian Gray (1890) o La importancia de llamarse Ernesto (1895). 

La imagen que Wilde da de los norteamericanos es ambivalente, claro. Por un lado son gente de gran sentido pragmático (como ocurre con el personaje estadounidense de ‘Drácula’). Por otro son individuos que achatan la egregia solera inglesa. 

Como había escrito Wilde en sus Impresiones de Yanquilandia (1881), quizá no sean elegantes, pero qué cómodamente visten los estadounidenses; quizá carezcan de la suave indolencia británica, pero qué ajetreo tan desenvuelto; quizá no tengan el silencio milenario de las ruinas europeas, pero que ruido tan industrioso; quizá no dispongan del primor histórico o estético de Oxford o Cambridge, pero qué belleza imprevista hay por muchos parajes americanos. 

Todo en América tiene una insólita, una imponente grandeza, con ese horizonte, con ese Oeste que nunca acaba de alcanzarse. 

Ah, el vagón movido por una máquina de vapor que avanza y avanza eficazmente, sin poesía. El volumen de las cosas es su canon de belleza y la altura de las construcciones, su patrón de excelencia. Algo así decía Wilde. 

¿Previsible lo que afirma el escritor? Hay que tener en cuenta que Wilde viaja por Estados Unidos en 1881. Por tanto, sus impresiones son tempranas y describe con precisión muy satírica y elegante lo que es Norteamérica. 

En estas circunstancias, con naturales de esa índole, ¿qué puede sucederle a un fantasma, a ese espectro de Canterville que cae en manos de los estadounidenses? 

Pronto estará chasqueado, abatido: desconsideradamente tratado, ya no puede deprimirse más. Se ve víctima de la mala educación de los muchachos americanos y del burdo materialismo de Hiram B. Otis. 


Se decepciona, en fin, pues ya no vale para impresionar, para atemorizar a la familia yanqui, que vive imperturbable en la vieja residencia señorial. 

¿Tantos siglos de culpa para esto? “Hace trescientos años que no duermo y me encuentro muy fatigado”, admite pronto ante Virginia, la joven norteamericana. Y lo necesita, vaya si lo necesita: reposar blandamente abandonando toda esperanza. ¿Esperanza, un fantasma?  

En realidad, es otra cosa lo que precisa: “no saber que existe el ayer ni el mañana… Olvidar el tiempo y la vida, yacer en paz… Usted podría ayudarme”. ¿Es posible lo que estamos leyendo? ¿Un fantasma pidiendo ayuda a una jovencita? 

Ojalá lo consiga. Visto de lejos, un fantasma da miedo, señala Wilde; de cerca…, de cerca nos provoca una gran compasión.

Todo mi ánimo.

—-Fotografía: autor desconocido.

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