Uno. El 21 de septiembre es el Día Internacional del Alzhéimer, la jornada que se dedica en todo el mundo a la difusión y explicación de lo que esta enfermedad es y provoca, de lo que esta dolencia comporta. Millones y millones de personas la padecen. Es un buen día para decir algo, aunque sea poca cosa, sobre la memoria. Yo no soy experto. Por ello hablaré como historiador y como individuo…
.
Dos. La historia es una actividad intelectual, una pesquisa, un esfuerzo analítico por el que un investigador selecciona un objeto del pasado estudiándolo con documentos, con los vestigios que quedan. ¿Cuando un historiador acude al archivo para consultar unas fuentes hace lo mismo que cuando un individuo recuerda?
En la memoria hay una parte consciente y voluntaria, sí: cuando nos valemos de lo aprendido para no tener que volver a experimentar hacemos también un esfuerzo deliberado y consciente. Pero en la memoria hay mucho de mecanismo emocional: en numerosas ocasiones se pone en marcha a partir de estímulos propiamente externos, justo cuando se activan recuerdos de experiencias propias o ajenas que forman parte de la identidad y que regresan al margen de nuestras voluntades.
Un sabor, un sonido, un roce, una canción, etcétera, nos despiertan, nos quitan el aturdimiento o la indiferencia: hechos pretéritos asociados a determinadas sensaciones vuelven ahora, de repente, con fuerza. Colocamos una nueva cuenta en el ábaco. Algo nos impresiona y ese choque sensible nos hace exhumar un acontecimiento pasado. Pero el recuerdo no es sólo el acontecimiento: son el hecho y su sentido, el sentido que tiene para nosotros.
Recordamos un suceso personal y el dolor que nos ocasionó; o evocamos involuntariamente un episodio placentero y la impresión que ello nos dejó. Es a esta memoria azarosa a la que principalmente se refiere Marcel Proust en un célebre pasaje de Por el camino de Swan (Du côté de chez Swann, 1913), obra que citaré en versión de Pedro Salinas. Exagerando el peso de la chiripa, el novelista francés dice:
“Así ocurre con nuestro pasado. Es trabajo perdido el querer evocarlo, e inútiles todos los afanes de nuestra inteligencia. Ocúltase fuera de sus dominios y de su alcance, en un objeto material (en la sensación que ese objeto material nos daría) que no sospechamos. Y del azar depende que nos encontremos con ese objeto antes de que nos llegue la muerte, o que no le encontremos nunca”.
.
Tres. Sin duda, Proust subraya lo fortuito, lo casual, de la memoria: esa sensación que cualquier cosa externa nos puede provocar. Según ese punto de vista, las personas estamos enteramente expuestos a estímulos que nos emocionan, que nos trastornan y seríamos prácticamente peleles: individuos cuya principal función cognitiva –la de recordar– sería fruto de lo aleatorio, de las circunstancias que nos rodean y que no elegimos. No vivimos en un laboratorio en el que todo esté bajo control. Vivimos en espacios abiertos en donde la rutina es parte; la otra es el azar.
Uno hace esfuerzos de memoria y qué obtiene a cambio. Nada o poca cosa, dice Proust. Todo es más impredecible y es menos controlable de lo queremos aceptar. Desde luego, al novelista podríamos oponerle algo bien cierto. La inteligencia y la voluntad intervienen en lo que recordamos: las reglas mnemotécnicas, por ejemplo, nos permiten evocar datos siempre que queremos y con una utilidad instrumental.
Pero hay más. Las instituciones son agregados humanos que se basan en recuerdos compartidos. Las cosas prácticas de la vida ordinaria o funcional las recordamos así, conscientemente, y gracias a ello marcha el mundo: marcha gracias a que es previsible por el recuerdo consciente y cumplido; y marcha, en fin, gracias a los automatismos humanos.
Pero hay otra parte fundamental de la existencia que no depende de lo consciente. Tampoco de la voluntad. Es la memoria involuntaria, la memoria sensible, esa a la que se refiere Proust con obstinación. Mucho de lo que nos sucede se debe a los efectos de lo recordado azarosamente. Ustedes me perdonarán por repetirme, pero no puedo dejar de mencionarlo. Me refiero a ese episodio archiconocido que el novelista francés narró en las primeras de su libro: la impresión que causa mojar una magdalena en té. Concretamente, en ese pasaje, dice:
“…me llevé a los labios una cucharada de té en el que había echado un trozo de magdalena. Pero en el mismo instante en aquel trago, con las migas del bollo, tocó mi paladar, me estremecí, fija mi atención en algo extraordinario que ocurría en mi interior. Un placer delicioso me invadió, me aisló, sin noción de lo que le causaba. Y él me convirtió las vicisitudes de la vida en indiferentes, sus desastres en inofensivos y su brevedad en ilusoria, todo del mismo modo que opera el amor, llenándose de una esencia preciosa; pero, mejor dicho, esa esencia no es que estuviera en mí, es que era yo mismo. Dejé de sentirme mediocre, contingente y mortal. ¿De dónde podría venirme aquella alegría tan fuerte? Me daba cuenta de que iba unida al sabor del té y del bollo…”
.
Cuatro. Todos tenemos pasado y ese dato de la experiencia nos sirve para ver cómo opera la función cognitiva del recuerdo. Todos tenemos pasado y por ello podemos hablar de la memoria intuitivamente: de lo que nos pasa cuando recordamos; cuando olvidamos lo importante o lo secundario; cuando evocamos fragmentaria, selectivamente; cuando tenemos reminiscencias erróneas.
La memoria es experiencia y es expectativa: experiencia de lo ya vivido y valorado; y expectativa de lo que deseamos o tememos. O nos tememos… Sabemos que en el pasado hemos obrado así o asá. Si nos salieron bien las cosas, es probable que repitamos nuestros actos, en la esperanza de que den los mismos resultados. Si la actual circunstancia se parece a aquella, entonces razonamos por analogía: las semejanzas de dos hechos me hacen reiterar o evitar lo que ya hice.
Pero los hechos no son los mismos, como tampoco son idénticos los contextos. ¿Cuál es el resultado? Que las previsiones que nos hacemos se incumplen frecuentemente; que las predicciones que aventuramos pueden fracasar; que los deseos se frustran; que los miedos no se materializan. Etcétera, etcétera.
Ahora imaginemos que todo lo anterior lo perdiéramos, que la memoria dejara de funcionar correctamente. Imaginemos una amnesia irrefrenable. Es más: que los recuerdos se disiparan, que cualquier cosa evocada se hubiera desvanecido.
Careceríamos de todo referente, de todo asidero, de todo fundamento. Quedaríamos desarbolados. La identidad perdería fuelle y después solidez y fijación hasta finalmente desaparecer. Es lo que les sucede a quienes padecen la Enfermedad de Alzhéimer: que las cosas pierden su base y que lo aprendido –aquello en lo que hemos sido socializados, educados, instruidos– se desaprende. Las emociones más primarias de las cosas es lo último que se pierde y en ello intervienen especialmente los sentidos.
La música, por ejemplo. Nos sabemos la letra de una canción, podemos tararearla, y no sabemos por qué la sabemos, por qué acabamos aprendiendo aquella tonadilla que jamás olvidaremos. Los enfermos de Alzhéimer padecen un trastorno neurodegenerativo que les hace perder el recuerdo inmediato y finalmente muchas de las funciones motoras y cognitivas.
.
Cinco. Lo diré con Umberto Eco, que en La misteriosa llama de la reina Loana (Lumen, 2005) precisaba lo que los expertos señalan en sus informes con vocablos técnicos. Quien está aquejado de amnesia grave –indica Eco– verá dañada su memoria implícita, esa “que nos permite ejecutar sin esfuerzo una serie de cosas que hemos aprendido, como lavarse los dientes, encender la radio o anudarse la corbata”. Pero hay otra memoria que se ve afectada: es la explícita.
La memoria explícita es, por un lado, semántica: por ejemplo es “la que nos permite saber que una golondrina es un pájaro”. Por otro lado, la memoria explícita es también episódica, autobiográfica. ¿Qué ocurre cuando este funcionamiento se daña? Pues, por ejemplo, que alguien “no es capaz de recordar inmediatamente, pongamos al ver un perro, que un mes antes estuvo en el jardín de su abuela y vio un perro, y que es él quien vive las dos experiencias. Es la memoria episódica la que establece un nexo entre lo que somos hoy y lo que hemos sido”.
El protagonista de La misteriosa llama de la reina Loama no ha perdido la memoria semántica y, por tanto, aún sabe que una golondrina es un pájaro; aunque sí ha perdido los recuerdos episódicos de su vida y no sabe que hace un mes estuvo con un perro en el jardín de su abuela. Pero la existencia no es una novela, aunque la firme Umberto Eco.
Una vida aquejada de Alzhéimer es dura prueba para quien la padece y para quien asiste, una dura prueba cuyo resultado se sabe de antemano: el que tiene esa dolencia acaba no siendo quién era y no sabiendo quién es… De lo que se trata, pues, es de conservar denodadamente la memoria episódica para así retrasar el deterioro de la memoria implícita.
Las canciones, lo sensible, retienen la atención: aquello que aún puede emocionar y que aún puede despertar lo autobiográfico, lo episódico. De eso he hablado aquí. Con emoción, precisamente.
—-
Dejo para otro día las reflexiones sobre la ‘memoria colectiva’. ¿Existe tal cosa?