Yo fui un niño bien armado

Los Reyes Magos

En una página memorable, Javier Marías dejó escrito algo muy pertinente: para conocer a una persona no hay como rebuscar en su cubo de basura. Lo diré con mis propias palabras: allí, en el fondo, en lo que se echa, están lo que hizo y aquello de lo que se deshizo, aquello que fue hecho y ahora ya sólo es desecho. 

No le quito la razón a Marías. Al menos no totalmente. Pero yo añadiría algo más o simplemente lo completaría: para conocer a una persona no hay como enumerar los juguetes recibidos el día de Reyes, cada día de Reyes, si es que la fortuna le ha permitido disfrutar de este privilegio infantil, luego prolongado en época adulta y ya descreída.

Cuando yo era niño –justo cuando apenas sobrepasaba los cuatro, los cinco, los seis años, etcétera–, Melchor, Gaspar y Baltasar fueron generosos conmigo. Los regalos con que me premiaban eran pocos pero decisivos. Me llegaban al corazón. Sus Majestades sabían muy bien cómo ganarme. Más tarde, al cumplir doce o trece años, los juguetes dejaron de ser el principal obsequio para ser reemplazados por libros y complementos (gafas de sol, cinturones, cosas así). Pero ésa es otra historia.

Conforme me fui haciendo mayor, los obsequios reflejaban apetencias masculinas, quién sabe, e influencias televisivas, perfectamente constatables: los juguetes destinados a los pequeños varones eran todos muy fálicos y viriles. Aunque yo no lo sabía. De todos modos, a pesar de esa monstruosa influencia, no creo haberme convertido en un ser depravado. Y eso que, por entonces, crecía con un constante sentimiento de culpa, algo normal en una respetable familia católica.

Por eso, cuando se acercaba la festividad de Reyes, siempre temía lo peor: vamos, el carbón y las reprimendas. Pero para mí sorpresa nada grave o irreparable sucedía. El resultado es chocante: desde fecha bien temprana me tenía por un pertinaz pecador, por un malevo, y sin embargo los regalos más anhelados me llegaban religiosa y puntualmente.

El caso es que fui agraciado con objetos, disfraces, aparatos y cacharros bien apetecidos. Entre el patrimonio que conseguí reunir había artículos de mucho aprecio y gran utilidad: de gran utilidad para un varón, dispuesto a desenvolverse en la vida práctica de nuestros días. Paso a enumerar dichos adminículos.

Un traje de romano, con pechera, con faldilla, con casco y con lo que parecía un penacho. Por supuesto, el uniforme se completaba con un sinfín de piezas, todas ellas de material plástico. La espada era esencial, claro, aunque algo blanda para mi gusto. A poco que la hincaras, se doblaba y te quedabas rozando al otro con la empuñadura. Me recuerdo por la calles principales de Catadau desfilando con paso marcial. Yo me mostraba orgulloso de mi indumentaria, aquel uniforme de infantería imperial. Todo un hombrecito.

Un tren de cuerda con locomotora y tres vagones. Era transporte de mercancías. El ferrocarril disponía de escaso tendido: debía montarlo siempre en círculo para así evitar su descarrilamiento en la mesa camilla. Es decir no podía hacer un recorrido elíptico, pongamos por caso. Le daba cuerda y me sentaba ante aquel prodigio menor. Veía lo que veía e imaginaba mucho más. Mayores portentos, vaya: trayectorias más excitantes, no el monótono discurrir de la locomotora, siempre dando vueltas. Alguna vez armé las vías sin formar el inevitable círculo. Por supuesto el trenéxito descarrilaba.

Un combinado de armas de fuego, todo un kit para bandolero o pistolero o cuatrero. Se componía de rifle Winchester de repetición con el añadido de un revolver, un Colt por supuesto, cargado con cinco falsas balas alojadas en la recámara. Los pistones detonaban. Por eso digo que eran armas de fuego. Los cañones del rifle y del revólver impresionaban. Eran como falos enhiestos. Pero eso lo pienso ahora.

Una metralleta de tambor que no disparaba munición alguna. Lucía bellísima y anacrónica. No disparaba tiros, ya digo, pero sus percutores funcionaban verosímilmente. Cuando accionabas el gatillo, inmeditabamemte provocabas un estrépito de sierras mecánicas a mayor o menor velocidad. Taca-taca-taca-taca-taca. Se supone que con el tacatá ese podías fulminar a todos tus enemigos. Por supuesto me imaginaba habitante del Chicago gansteril.

Un Campeón Ferrari Payá de grandes dimensiones. Era la envidia de mis contemporáneos o eso creía yo: salía con él y lo accionaba por la anchísima acera de la calle Molinell, en Valencia. Era un bólido rojo de mucho lucimiento que, sin ser bala, alcanzaba una dignísima velocidad. Bueno, no mucha, la verdad, por la pesadez de sus materiales. Pero su rojo bien bruñido y su finura simulaban un pene incipiente. Aunque yo no lo sabía.

Y, finalmente, a la edad de nueve años fui obsequiado con un rifle de perdigones. Lo he detallado en Españoles, Franco ha muerto (2015). Yo aún era un joven imberbe, un muchachito, cuando mi padre (luego lo supe) me regaló ese rifle de perdigones: un lujo accesible y bastante común entre los niños de entonces, entre los niños de 1969. Mi padre no era un monstruo, alguien partidario del belicismo o del armamentismo, no. Simplemente veía normal lo que entonces era común: hacerte un hombre con un rifle de perdigones, arma muy metafórica en una adolescencia a la que yo ya me precipitaba. 

Esto que les cuento no tiene moraleja belicista ni antibelicista. El contacto con aquel arsenal no me hizo más violento ni más agresivo. El dichoso arsenal fue todo a la basura, al cubo de basura que mencionaba Javier Marías, cosa que lamento ahora. 

Pero la espada, el Winchester o la metralleta de tambor me hicieron creer que de la guerra no se salía indemne, que salías herido, malherido o muerto. O me hicieron creeer que la vida era una contienda. En fin, que estoy hecho un lío. 

Alguien tendrá que venir a salvar a Soldado Serna.

2 comentarios

  1. Creo sinceramente, al igual que tú, que los juguetes no condicionan para nada tu actitud ante la vida, si no la educación y los principios que se respiren en el seno familiar. Soy profesora y a mi hijo de doce años siempre le ha encantado todo lo relacionado con la lucha y sin embargo no puede existir un niño más sensible y empático con el dolor de los demás y especialmente con los animales.
    Un saludo

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