¿Y por qué debería interesarnos una historia ambientada en el Berlín de los años treinta? ¿Por qué deberíamos leer una novela o, si lo prefieren, un volumen de cuentos protagonizados por almas, por seres marginales y entrañables de la Alemania de Weimar?
De entrada, las historias que Christopher Isherwood nos presenta en Adiós a Berlín (1939) nada tienen que ver con nuestro presente, pues detallan comportamientos y sentimientos de un pasado ya lejano.
Al fin y al cabo, esas piezas tan bien ensambladas son relatos y retratos que el objetivo de Isherwood retrata: “soy una cámara con el obturador abierto”, admite en su diario de 1930.
Podríamos decirlo de otro modo: esas estampas son como capturas de pantalla, como breves, brevísimos instantes o episodios congelados de una vida más vasta, multitudinaria. Datan de 1930…, de 1933.
Por sus páginas vemos a personajes que pululan, aman, se contrarían, se contradicen, sienten recelo y miedo. Vemos a individuos que están en otras vicisitudes, en otro contexto humano. Felizmente ese mundo prehitleriano no es el nuestro.
Eso nos decimos y respiramos aliviados al sabernos distantes del Berlín en el que se incuba y madura el totalitarismo. Pero ese mismo Berlín es aún una ciudad de vanguardias y de expectativas, de magnates y humildes fabricantes, de literatos, de actrices, de artistas, de titiriteros y de ganapanes. De cabarets.
Es verdad que todo lo que tiene que ver con la Alemania nazi o con los prolegómenos del ascenso de Hitler al poder todavía sigue interesándonos, preocupándonos o incluso fascinándonos. ¿Cómo fue posible?, nos preguntamos una y otra vez.
No he contado los libros que hay en mi pequeña biblioteca en los que dicho tema es el objeto: el tema, sí, de la metrópolis industriosa y vertiginosa, culta y arrebatada que era Berlín.
Es el mismo Berlín que, por ejemplo, había retratado con poesía y habilidad técnica Walter Ruttmann en 1927. Anoten ese nombre. En su Berlín: Sinfonía de una gran ciudad asistimos durante un día, durante un solo día y gracias al montaje, a la vida agitada y ordenada, rutinaria e creadora de una población que está en permanente movimiento. Es una joya que me descubrió hace unos años Carmen García Monerris.
El cine, el cine, el cine de Ruttmann —pronto convertido en propagandista de la causa hitleriana con su colega Leni Riefenstahl— se inspira en la vanguardia fílmica soviética y en los avances de la arquitectura.
No sólo la técnica de Serguéi Eisenstein le influye: son sobre todo las multitudes, las masas representadas por el celuloide en espacios abiertos y delimitados.
De ese movimiento social y fílmico, de esas convergencias insólitas, nace una parte del cine moderno más audaz. ¿Nos atreveríamos a decir que esas obras son antiguallas?
Ese pasado no es exactamente pasado. En la modernidad de entonces hay audacias que aún nos influyen. En el presente detectamos aspectos de nuestra existencia ordinaria que tienen su origen en la vida corriente de los años treinta. 
A su manera, Isherwood también narra esa modernidad masiva y agónica de un Berlín que él escritor singulariza con el objetivo de su cámara, digámoslo con su propia metáfora.
Con un tono levemente irónico y piadoso, Isherwood muestra miseria y esplendor, expectativas y derrotas de berlineses y de otros individuos recién instalados.
De todos los seres que pueblan su obra, sin duda hay algunos que enternecen por su demencia y empeño, por su jovialidad y ardor, por por su perspicacia y, a la vez, ceguera. Hay varios concebidos con esta encarnadura.
Por ejemplo, esa mujer, casi una adolescente, que llega a la gran ciudad para triunfar. Me refiero a Sally Bowles, una muchacha inglesa de poco talento que se empeña en hacerse una carrera como actriz en el cine o en el teatro.
Qué desenfado.
Su impudicia y su inocencia aún nos conmueven.
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Berlín: Sinfonía de una gran ciudad (1927), de Walter Ruttmann: