Audrey y Peppard
(2017)
He vuelto a ver Desayuno con diamantes, de Blake Edwards. ¿Por enésima vez? Pues sí: por enésima vez.
Es tal el encanto del film, que uno sólo desearía estar allí, estar entre sus protagonistas.

Sin duda es una de mis películas preferidas. Es uno de los films que más aprecio.
Ya digo: me gustaría vivir en ese mundo, en ese Nueva York de ensueño, de colores rotundos y jóvenes vivarachos.
Si me pongo estricto, de hecho me sobra todo lo que vino después.
George Peppard y Audrey Hepburn están guapos, deliciosamente atractivos, con unas bellezas aún jóvenes.

Y visten telas tersas y lucen con la piel igualmente tersa: es su mejor indumentaria.
Son dos neoyorquinos de 1961, justo cuando empieza a cambiar el mundo.
Son dos muchachos desenfadados a los que, aún hoy, amamos sólo con verlos: quizá nos gustaría parecernos…
¡Cómo pueden tener tanto estilo!
Ella lleva una ropa siempre elegante, absolutamente elegante, con abrigos de paño, con sombreritos audaces y con unas primitivas Wayfarer que aún hoy sorprenden. Su Little Black Dress es referencia universal.
Él se presenta con unos trajes o americanas de espiguilla, con piezas entalladas y con corbatas de mucho estilismo. Esas corbatas, Dios.

El mundo estaba a punto de cambiar y yo apenas tenía dos años.
Todo era tan bello. Sé que todo es mentira.
Pero…
Jóvenes
(2021)
Mitificamos con razón y con pasión los sesenta en películas tan deliciosas como ésta. Todo luce con brillo, con una juventud recién estrenada, con una música que nos enamora.

En 1961, yo cumplo dos añitos, vivencia que por supuesto después no podré recordar y que únicamente evoco por el relato de mis mayores.
Lo sucedido a esa edad lo evoco, en efecto, por el relato de mis mayores y observando ciertas estampas que quedan: principalmente unas pocas fotografías, los escasos retratos que por entonces nos hacían a la mayoría.
Pero, cuando me desplazo figuradamente a esos años, me veo como lo que soy: un niño que tiene por delante toda la eternidad. Sin culpa, sin pena, sin serias o graves amenazas de las que pueda ser consciente.
Pertenezco —como tantas otras personas que me son coetáneas— a la cohorte de los ‘babyboomers’ y también a la primera generación televisiva.
Soy, por tanto, un afortunado que no ha conocido las cartillas de racionamiento, un muchachito al que nutren con proteínas de vacuno y con pan blanco.
Soy, en fin, un jovecísimo español que no padece las penurias de la generación precedente.
Mi vida de entonces aún conserva muchos restos materiales de la posguerra y de la España atrasada. Pero mi existencia se sostiene gracias a las ficciones cinematográficas y televisivas.
Como yogures (en realidad y, por antonomasia, danones) y devoro la publicidad que puedo atisbar en los semanarios o en el televisor, que será mi nutrición audiovisual diaria.
Pero, si regreso a 1961, inmediatamente constato que hacia esas fechas se están dando los peores presagios del momento.
No olvidemos que por entonces estamos en plena Guerra Fría, que el movimiento por los derechos civiles norteamericano aún no ha conseguido logros fundamentales.
El mundo cambia verdaderamente con la muerte de John Fitzgerald Kennedy, con la llegada a la Presidencia de los Estados Unidos de un tipo tan poco distinguido, tan rudo, como Lyndon B. Johnson).
La Gran Sociedad y la Guerra de Vietnam son el verso y el reverso de una América (los niños de entonces decimos América) que nos encandila y aturde con Hollywood y con la televisión.

Hace sesenta años del film que los encumbró como pareja envidiable: jóvenes, bellos, elegantes, con una ligereza satinada. Me refiero a Audrey y a Peppard.