El historiador es un profesional. Es decir, es un tipo que ha aprendido reglas, procedimientos y protocolos comunes, los que siguen sus mismos colegas.
Aprende eso cuando realiza unos estudios específicos. Es el momento de someterse durante y después de la carrera (esa carrera de obstáculos que son los exámenes y pruebas) a la práctica del oficio.

Insisto: es un profesional, pues no puede obrar a su antojo sin rendir cuentas. Por ello se somete a todo tipo de disciplinas.
Es más: la suya, su profesión, es literalmente una disciplina. Tiene técnicas, pericias y destrezas heredadas.
Quienes la practican se valen de una materia prima para fabricar el producto. ¿Qué materiales son éstos?
Al igual que los periodistas, que los cronistas, que los reporteros, los historiadores se sirven de la información.
Mejor dicho, de las informaciones. Hacen acopio de datos en bruto, de datos semiprocesados o de datos ya procesados. Los buscan o les llegan.
Son informaciones que hacen referencia a hechos sucedidos, a acontecimientos ocurridos, a actos emprendidos por los seres humanos.
Actos emprendidos para bien y para mal, con estos o aquellos fines, con estas o aquellas motivaciones, con cálculo o a lo loco, con deliberación o irreflexivamente.
Pero esas informaciones aluden también a procesos que no dependen sólo de los fines que los individuos se proponen o de las motivaciones que los mueven.
Lo que sucede no es necesariamente lo que los seres humanos tenían previsto. Es más: con frecuencia, lo que ocurre no estaba anticipado, no puede anticiparse. Y ello, por dos razones.
Por un lado, por el efecto de composición de los actos humanos: unos a otros nos oponemos, nos sumamos, nos restamos y, por esto, las metas se tuercen o se alcanzan.
Y ello no sólo por lo que yo hago o dejo de hacer, sino también y principalmente por lo que otros hacen para conseguir sus propios fines, que entran en contradicción o no con los míos.

Y eso que otros hacen puede que lo hagan para quitarme los rendimientos que yo esperaba obtener o simplemente porque, sin deliberación alguna o sin malicia, sin conocerme, van a la suya y me ganan o se llevan mi parte.
Pero, por otro lado, lo que ocurre en el mundo de hoy y en el mundo del pasado, aquello que finalmente acaece, no siempre puede preverse a pesar de las cavilaciones y cálculos que emprendemos.
Nos hacemos nuestras predicciones sensatas o insensatas, aguardamos el cumplimiento de nuestras expectativas y creemos estar seguros de ese cumplimiento.
Y ello gracias a la experiencia acumulada y a los medios técnicos y recursos de que nos servimos para definir y delimitar la situación y con ello para aventurar el resultado a corto, a medio o a largo plazo.
Gracias a la sofisticación técnica de las ciencias, podemos saber con relativa certeza lo que nos espera.
Por ejemplo, con las predicciones meteorológicas que se cumplen. ¿Pero qué pasa cuando hay factores imprevistos, no tenidos en cuenta?
No me refiero a una ciclogénesis explosiva, que se ve venir para un climatólogo.
Tampoco me refiero, en el ámbito propiamente humano, a las cíclicas crisis que los economistas auguran con mucha ciencia y fundamento.
Aludo, por el contrario, a los efectos imprevistos e incontrolados de hechos catastróficos o cataclísmicos que no se esperaban y, sobre todo, a las noticias reales o irreales, fundadas o infundadas de esos hechos.
Como vivimos en la sociedad de la hiperinformación, como somos terminales, como estamos abiertos a toda clase de datos, contrastados o no, reaccionamos de manera individual, colectiva, quizá de manera prevista o imprevista.
En todo caso, al reaccionar, alteramos las expectativas hechas con cálculo y ciencia y, por ello, las predicciones se incumplen o pueden llegar a incumplirse. Se genera incertidumbre y hasta caos.
El miedo y toda una gama de reacciones emocionales trastocan las serias predicciones de los científicos más creíbles y severos.
Por eso a un historiador no hay que pedirle anticipaciones de lo que va a ocurrir.
Examinamos mejor o peor lo ocurrido, lo ya ocurrido, porque en lo sucedido y ya consumado no hay factores nuevos o imprevistos que arruinen el diagnóstico. O eso creemos. Así nos va mientras la cosa funciona.
Sin embargo, una vieja fuente hasta ahora desconocida, un documento antiguo que no estaba al acceso del investigador y un enfoque diferente pueden arruinar la explicación histórica mantenida hasta este momento.
No sólo el presente y el futuro humanos y planetarios son inciertos o móviles (a pesar de los avances de la ciencia y la técnica o tal vez por ello mismo).
También lo es el pasado, dependiente de factores variables: ese documento inaccesible, esa fuente ignorada, ese enfoque audaz y nuevo que nos obligan a explicar e interpretar de otro modo.
El historiador puede verse abrumado, como podría sentirse un ciudadano reflexivo que observara y examinara la actualidad, siempre vertiginosa.
No pocos diagnósticos que se han hecho del estado del mundo desde hace décadas, desde fin de la Guerra Fría, desde el fin del mundo bipolar, repiten estas palabras y éste tópico: el mundo está desbocado.
Ya no hay un centro desde el que gobernar y la información es propiamente el mundo.
¿Y el historiador se ve afectado por esa incertidumbre? De entrada se vale de sus conocimientos, de sus mañas. Es decir, quien investiga pone en orden un conjunto más o menos vasto de datos.
Más aún: jerarquiza las informaciones que reúne, husmea en los archivos para hallar sus fuentes, busca confesiones o revelaciones de quienes fueron protagonistas o testigos.
Pero rastrea también en el presente. En la actualidad incierta: persigue y observa los numerosos vestigios materiales e inmateriales que quedan del tiempo pretérito.
¿Pero por qué ese interés por el pasado? ¿Por exhumar algo distante que nos es completamente ajeno?
No exactamente: en realidad, el historiador busca huellas o testimonios de otro tiempo para explicarse por qué somos distintos, algo distintos o muy distintos ahora; para explicarse qué es lo que nos distancia de nuestros antepasados.
¿Qué conceptos son esos de historia, mundo y actualidad, puestos en relación?
Convenimos en que la historia es rastreo del pasado, la exhumación de sus fuentes con el fin de documentar hechos que perduran y que aún nos intrigan o conmueven, que todavía nos afectan o influyen.
Porque la historia bien fundada, en efecto, no es el seco interés erudito por un mundo cronológicamente desaparecido o geográficamente distante, algo lejano por lo que ya no tendríamos interés.
En realidad, los historiadores tratan sus objetos con el mayor interés, con la mayor cercanía. Es una estupidez pensar que abordamos el pasado desinteresadamente.
Es necesario tratarlo con rigor, con esfuerzo documental, valiéndonos, sí, de un noble ideal, del ideal de la imparcialidad.
Pero el mundo que estudian los historiadores es el entorno propiamente humano, intersubjetivo, ese espacio de relaciones, percepciones, emociones e intervenciones en el que los individuos nacen, crecen y maduran.
Y esas relaciones, percepciones, emociones e intervenciones se dan en un espacio local o universal cuyos límites no siempre están claros.
¿Cuál es el contexto de las acciones humanas? Pensamos que lo cercano es la circunstancia, pero lo universal o lo distante influyen de modo diverso sobre lo local.
Ahora, en el tiempo de la globalización, pero también en épocas anteriores.
La actualidad, en términos aristotélicos, es aún una realidad que se materializa, que se convierte en acto.
Aquello que estaba como posible, como probable, como meramente eventual, se consuma adoptando una forma que estaba por definir.
Pero lo actual suele tomarse también como lo que está sucediendo o teniendo efectos.
Más aún, no hay balances definitivos: cada generación, cada grupo humano, debe saldar cuentas con lo pasado.
Esos efectos varían y lo presuntamente muerto regresa en acto para afectarnos nuevamente.
Los muertos de pasados contagios vuelven con un hedor y un helor de siglos.
Es entonces cuando, por ejemplo, nos preguntamos cómo afrontaban los habitantes de una ciudad mediterránea del siglo XIX una invasión colérica: un contagio del cólera-morbo asiático.

Es entonces cuando nos preguntamos qué información les llegaba y cómo les afectaba. La muerte por contagio era frecuentísima y la percepción del mundo era otra.
Si estudiamos historia, nos volvemos sin duda más cautelosos. No sé si más prudentes…, ojalá.
El estallido de informaciones masivas propiamente ‘contagiosas’, informaciones emocionales generadoras de miedos y pánicos, debilitan nuestras defensas.
Y de eso sabemos bastante los historiadores. Que nadie nos pida remedios.
Sólo ejemplos remotos o recientes bien presentados. Las lecciones son abundantes, a veces esperanzadoras y a veces pesimistas.
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Fotografías: OMS y EFE
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